No terminó ahí la cosa, —pues pasada una semana
acudieran a adorarlo —desde el Irán o la Arabia
tres sabios magos de Oriente —que estando de
madrugada
contemplando las estrellas —que allá por el cielo
campan
advirtieron que una de ellas —más que las otras
brillaba
y coligieron al punto —que era señal y llamada
para emprender un viaje —a la que es Tierra Santa,
llamada entonces Judea —en las cartas geográficas;
pues ocurriera un prodigio —que a su presencia
apelaba.
Gaspar, Melchor, Baltasar, —la Historia así los
nombraba.
Tras ensillar sus camellos, —montura más adecuada
a aquellas tierras de Oriente —en que las arenas
mandan,
se pusieron en camino —detrás de la estrella rara
que los guiaba de día —aunque el sol los alumbrara.
Iban andando sin prisas, —y en la larga jornada
atravesaron desiertos, —ríos, valles y montañas,
hasta llegar fatigados —a la península arábiga
entonces rica en incienso, —del cual se
aprovisionaran,
y atravesando el mar Rojo —en Nubia desembarcaran
donde la reina famosa —que llaman reina de Saba
de Salomón concubina —otrora una vez reinara;
allí compraron la mirra —que en el lugar abundaba
para ofrecérsela al Niño —tan pronto al final
llegaran
de aquel tan largo viaje —que hasta allí los
llevara.
Atravesaron Egipto, —el reino en que Cleopatra
a Marco Antonio sedujo —cuando en belleza triunfaba,
pese a que algunos han dicho —que su nariz no
encajaba
en aquel rostro perfecto —y que en él desentonaba.
Habladurías de quienes —tanta hermosura envidiaban.
Cruzaron el Sinaí —donde el Moisés de las Tablas
que Jehová el dios hebreo —un buen día le entregara
para enseñar Mandamientos —a la turba amotinada
de aquella gente rebelde —del faraón escapada
y que aun por encima —a un becerro adoraba,
vagaba por el desierto —sin territorio ni patria
porque aquel dios vengativo —a hacerlo lo condenara
por haber dado tres golpes —con su pastoril cayada
en las rocas de la orilla —en vez de dos que Él
mandara
cuando partiera el mar Rojo —entre dos altas
murallas
para que el pueblo judío —a salvo lo atravesara.
De padre desconocido —aquel Moisés patriarca,
recién nacido, su madre —puso en un cesto de caña
y lo entregó a la merced —de las cambiantes aguas
del río que en las cercanías —aquellas tierras
bañaba
con la esperanza que alguien —lo acogiera y
adoptara
como así sucedió —cuando un día se bañaba
a las orillas del Nilo —indolente y descuidada
la hija del faraón —que en el lugar gobernaba,
que lo llevara consigo —y en la Corte lo criara.
No siempre dice la Historia —la verdad sencilla y
clara.
Mucho que cuentan los libros —es materia
legendaria.
Dos Historias diferentes —se nos ofrece a las masas
de receptores incautos, —la una, primera, falsa,
que en las escuelas se enseña —y por verdadera
pasa,
y la segunda, en cambio, —que fiel los hechos
retrata.
Mucho me temo que sea —una verdad triste y sabia.
Llegados a Jerusalén —los reyes magos de marras,
inquirían por doquiera —y a la gente preguntaban
donde naciera aquel Niño —que la Biblia mencionaba.
Nadie les daba noticia, —todo el mundo se callaba.
Al fin el rey se enteró —de lo que pasando estaba.
Supo de los personajes —y ordenó que los llevaran
ante su augusta presencia —porque la suya
aclararan.
— ¿Qué os trae aquí de tan lejos? —Herodes les
preguntara,
viendo la que está cayendo —de lluvia y nieve
temprana?
(Puesto que ha de saberse —que cuando aquello
pasaba
ya comenzara el invierno —y en Tierra Santa nevaba
cual no lo hiciera de antiguo —ni la gente
recordara).
—Es que una estrella hemos visto, —allá en nuestra
morada,
que a llegarnos aquí —tozuda nos incitaba,
le respondieron los tres —a la cuestión formulada;
porque se anuncia en la Biblia, —que vos tenéis por
sagrada,
que ha de nacer en Judea —un rey de una nueva
hornada
para poner en la Tierra —la paz que tanto hace
falta.
— ¿Nacer un rey? ¿En Judea? — ¡Pues vaya noticia
mala!
les respondió el soberano, —que a su trono se
aferraba
como una lapa se adhiere —a una roca oceánica
y ni por pienso, se entiende, —jamás a él
renunciara.
—¿En qué lugar me habéis dicho —que nacerá ese
monarca?
les preguntó cauteloso —disimulando en su cara
el pensamiento protervo —que en su interior
albergaba:
nunca jamás dejaría, —por Jehová lo juraba,
que aquel rey de nuevo cuño —a derrocarlo llegara.
—En el Belén de David, —tal cual la Biblia señala,
le respondieron al punto —sin que su voz vacilara
los personajes del cuento —que este autor os
relata..
Herodes nunca lo oyera, —no sabía una palabra.
A sus escribas llamó —para que lo confirmaran
—¿Dónde nacerá el Mesías —según las Escrituras
santas?
les pregunto procurando —disimular su ignorancia,
porque los reyes de entonces —no eran gente letrada
y encomendaban a otros —saber lo que hacía falta.
—Ha de nacer en Belén —como Miqueas declara,
le respondieron unánimes —después de hojear sus
páginas
aquellos sabios de pega —que las horas se pasaban
interpretando los textos —escritos en lenguas raras
muertas ya y obsoletas —que a sus manos llegaban.
—En ese caso, señores, —siguiendo camino vayan
a Belén de Galilea —donde la estrella los llama,
les respondió traicionero —aquel rey sin
importancia;
honren ustedes al Niño —como conviene y le cuadra
y una vez lo hayan hecho —y esté la cosa acabada,
regresen a darme cuenta —de cual les fue la jornada
para que yo los imite —y a hacer lo que ustedes
vaya,
a venerar al infante —y postrarme ante sus plantas.
Sin nada más que añadir, —ellos le dieron las
gracias
y a Belén se dirigieron —según él les indicara.
Llegados ante la gruta, —de sus monturas bajaran
y sin perder un momento —se fueron hacia la entrada
Desde la puerta ya vieron —a la Familia Sagrada,
Jesús, María y José —al lado de mula y vaca.
En señal de reverencia —las dos rodillas hincaran
en el suelo endurecido —por la escarcha temprana,
le rindieran pleitesía —y sin tardar lo adoraran
aunque que fuera Dios —en nada se le notaba
porque no había un indicio —que sin dudar lo
indicara;
luego abrieron las alforjas —que de bagaje llevaban
y extrajeron de ellas —los cofres que transportaban
llenos de incienso y de mirra —y oro en monedas
raras
que enseguida le ofrecieran —y pusieran a sus
plantas,
incienso porque era dios —y mirra porque era humana
la especie en que nacía —y que a la vista saltaba.
Cumplidos aquellos ritos —y la faena acabada,
determinaron volverse —a su Persia tan lejana
por el camino que Herodes —avieso les señalara,
pero un ángel del Señor —en sueños los avisara
de que no hicieran aquello —pues que el tirano
tramaba
matar al Niño inocente —que a hacerle sombra
llegaba.
Obedeciendo a aquel ángel, —por otra vía marcharan,
lo que el Herodes juzgó —imperdonable una falta,
mas detenerlos no pudo —y bien esta historia acaba.
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