viernes, 23 de diciembre de 2022

TRES REYES MAGOS ADORAN A JESÚS


 

No terminó ahí la cosa, —pues pasada una semana

acudieran a adorarlo —desde el Irán o la Arabia

tres sabios magos de Oriente —que estando de madrugada

contemplando las estrellas —que allá por el cielo campan

advirtieron que una de ellas —más que las otras brillaba

y coligieron al punto —que era señal y llamada

para emprender un viaje —a la que es Tierra Santa,

llamada entonces Judea —en las cartas geográficas;

pues ocurriera un prodigio —que a su presencia apelaba.

Gaspar, Melchor, Baltasar, —la Historia así los nombraba.

Tras ensillar sus camellos, —montura más adecuada

a aquellas tierras de Oriente —en que las arenas mandan,

se pusieron en camino —detrás de la estrella rara

que los guiaba de día —aunque el sol los alumbrara.

Iban andando sin prisas, —y en la larga jornada

atravesaron desiertos, —ríos, valles y montañas,

hasta llegar fatigados —a la península arábiga

entonces rica en incienso, —del cual se aprovisionaran,

y atravesando el mar Rojo —en Nubia desembarcaran

donde la reina famosa —que llaman reina de Saba

de Salomón concubina —otrora una vez reinara;

allí compraron la mirra —que en el lugar abundaba

para ofrecérsela al Niño —tan pronto al final llegaran

de aquel tan largo viaje —que hasta allí los llevara.

Atravesaron Egipto, —el reino en que Cleopatra

a Marco Antonio sedujo —cuando en belleza triunfaba,

pese a que algunos han dicho —que su nariz no encajaba

en aquel rostro perfecto —y que en él desentonaba.

Habladurías de quienes —tanta hermosura envidiaban.

Cruzaron el Sinaí —donde el Moisés de las Tablas

que Jehová el dios hebreo —un buen día le entregara

para enseñar Mandamientos —a la turba amotinada

de aquella gente rebelde —del faraón escapada

y que aun por encima —a un becerro adoraba,

vagaba por el desierto —sin territorio ni patria

porque aquel dios vengativo —a hacerlo lo condenara

por haber dado tres golpes —con su pastoril cayada

en las rocas de la orilla —en vez de dos que Él mandara

cuando partiera el mar Rojo —entre dos altas murallas

para que el pueblo judío —a salvo lo atravesara.

De padre desconocido —aquel Moisés patriarca,

recién nacido, su madre  —puso en un cesto de caña

y lo entregó a la merced —de las cambiantes aguas

del río que en las cercanías —aquellas tierras bañaba

con la esperanza que alguien —lo acogiera y adoptara

como así sucedió —cuando un día se bañaba

a las orillas del Nilo —indolente y descuidada

la hija del faraón —que en el lugar gobernaba,

que lo llevara consigo —y en la Corte lo criara.

No siempre dice la Historia —la verdad sencilla y clara.

Mucho que cuentan los libros —es materia legendaria.

Dos Historias diferentes —se nos ofrece a las masas

de receptores incautos, —la una, primera, falsa,

que en las escuelas se enseña —y por verdadera pasa,

y la segunda, en cambio, —que fiel los hechos retrata.

Mucho me temo que sea —una verdad triste y sabia.

Llegados a Jerusalén —los reyes magos de marras,

inquirían por doquiera —y a la gente preguntaban

donde naciera aquel Niño —que la Biblia mencionaba.

Nadie les daba noticia, —todo el mundo se callaba.

Al fin el rey se enteró —de lo que pasando estaba.

Supo de los personajes —y ordenó que los llevaran

ante su augusta presencia —porque la suya aclararan.

— ¿Qué os trae aquí de tan lejos? —Herodes les preguntara,

viendo la que está cayendo —de lluvia y nieve temprana?

(Puesto que ha de saberse —que cuando aquello pasaba

ya comenzara el invierno —y en Tierra Santa nevaba

cual no lo hiciera de antiguo —ni la gente recordara).

—Es que una estrella hemos visto, —allá en nuestra morada,

que a llegarnos aquí —tozuda nos incitaba,

le respondieron los tres —a la cuestión formulada;

porque se anuncia en la Biblia, —que vos tenéis por sagrada,

que ha de nacer en Judea —un rey de una nueva hornada

para poner en la Tierra —la paz que tanto hace falta.

— ¿Nacer un rey? ¿En Judea? — ¡Pues vaya noticia mala!

les respondió el soberano, —que a su trono se aferraba

como una lapa se adhiere —a una roca oceánica

y ni por pienso, se entiende, —jamás a él renunciara.

—¿En qué lugar me habéis dicho —que nacerá ese monarca?

les preguntó cauteloso —disimulando en su cara

el pensamiento protervo —que en su interior albergaba:

nunca jamás dejaría, —por Jehová lo juraba,

que aquel rey de nuevo cuño —a derrocarlo llegara.

—En el Belén de David, —tal cual la Biblia señala,

le respondieron al punto —sin que su voz vacilara

los personajes del cuento —que este autor os relata..

Herodes nunca lo oyera, —no sabía una palabra.

A sus escribas llamó —para que lo confirmaran

—¿Dónde nacerá el Mesías —según las Escrituras santas?

les pregunto procurando —disimular su ignorancia,

porque los reyes de entonces —no eran gente letrada

y encomendaban a otros —saber lo que hacía falta.

—Ha de nacer en Belén —como Miqueas declara,

le respondieron unánimes —después de hojear sus páginas

aquellos sabios de pega —que las horas se pasaban

interpretando los textos —escritos en lenguas raras

muertas ya y obsoletas —que a sus manos llegaban.

—En ese caso, señores, —siguiendo camino vayan

a Belén de Galilea —donde la estrella los llama,

les respondió traicionero —aquel rey sin importancia;

honren ustedes al Niño —como conviene y le cuadra

y una vez lo hayan hecho —y esté la cosa acabada,

regresen a darme cuenta —de cual les fue la jornada

para que yo los imite —y a hacer lo que ustedes vaya,

a venerar al infante —y postrarme ante sus plantas.

Sin nada más que añadir, —ellos le dieron las gracias

y a Belén se dirigieron —según él les indicara.

Llegados ante la gruta, —de sus monturas bajaran

y sin perder un momento —se fueron hacia la entrada

Desde la puerta ya vieron —a la Familia Sagrada,

Jesús, María y José —al lado de mula y vaca.

En señal de reverencia —las dos rodillas hincaran

en el suelo endurecido —por la escarcha temprana,

le rindieran pleitesía —y sin tardar lo adoraran

aunque que fuera Dios —en nada se le notaba

porque no había un indicio —que sin dudar lo indicara;

luego abrieron las alforjas —que de bagaje llevaban

y extrajeron de ellas —los cofres que transportaban

llenos de incienso y de mirra —y oro en monedas raras

que enseguida le ofrecieran —y pusieran a sus plantas,

incienso porque era dios —y mirra porque era humana

la especie en que nacía —y que a la vista saltaba.

Cumplidos aquellos ritos —y la faena acabada,

determinaron volverse —a su Persia tan lejana

por el camino que Herodes —avieso les señalara,

pero un ángel del Señor —en sueños los avisara

de que no hicieran aquello —pues que el tirano tramaba

matar al Niño inocente —que a hacerle sombra llegaba.

Obedeciendo a aquel ángel, —por otra vía marcharan,

lo que el Herodes juzgó —imperdonable una falta,

mas detenerlos no pudo —y bien esta historia acaba.

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