21 de abril de 2020, romance de la infanticida-2
A un padre contaba el hijo —lo que en la casa pasaba:
—Escucha, padre querido, —escucha, padre del alma,
guarda que los dos se burlan —y se lo toman a guasa,
pues que el vecino y mi madre —comparten sofá y almohada;
ella te pone los cuernos, — traidora y desvergonzada,
no siente remordimientos —ni se arrepiente de nada.
Te convendría hacer algo —la situación no me agrada.
El padre no hacía caso —de lo que el niño contaba;
la fiesta en paz prefería, — no quiere él saber nada
y esconde cual avestruz —la cabeza bajo el ala.
Ha de salir de viaje —pues es tiempo de rebajas,
hay una oferta de seda —que pasó de temporada.
Llegó a oídos de ella —que el hijo la denunciaba
Y sin cortarse ni un pelo —tomó en el asunto cartas.
Mientras el padre está ausente —al niño ella degollaba,
con un cuchillo de acero —templado en aceite y agua,
más duro que el pedernal — y afilado cual navaja,
y le sacaba la lengua —y a los perros se la echaba;
los perros se compadecen, —y del suelo no la alzan,
que a veces los animales —de virtud lección nos daban
De las entrañas del niño —prepara una cazuelada,
para ofrecerla al marido —tan pronto como regresara.
Al otro día temprano —el padre a la puerta llama,
lo primero que pregunta —es por el hijo del alma.
—Siéntate, Francisco, y come, —que el niño en la calle anda
y como es tan pequeño, —en los recados se tarda.
Echando la bendición, —la carne en el plato habla:
—Detente, padre, detente —porque más lejos no vayas
y tengas que arrepentirte —más tarde de lo que hagas;
a punto estás de comerte — al hijo de tus entrañas;
a la madre que me has dado — ¿qué esperas, que no la matas?
Merece que la degüelles — o que pedazos la hagas
por traidora y mal nacida, — falsa, cruel y desalmada,
con un cuchillo de acero —o de dos filos un hacha.
Oyendo la madre esto —se ha encerrado en una sala,
y llama al demonio a voces —que se la lleve en volandas,
a donde nadie la encuentre, —a donde nadie la alcanza.
Tras de la puerta el demonio —pronto y listo la acechaba:
— ¿Qué quieres, mujer de bien, —que tan aprisa me llamas?
Heme aquí pronto a servirte —dime qué quieres que haga.
—Que me agarres de los pelos —y me arrastres por la sala
y me lleves al infierno, —o donde mejor le cuadra;
pues horroroso es mi crimen —y nadie lo perdonara.
Sin demorarse un instante, — él de los pelos la agarra,
la lleva de un lado a otro, — la zarandea y la arrastra,
y de tal modo se empeña —y la golpea y maltrata,
la deja para los restos —la zurra y la desbarata,
que aquello fuera un desastre —una hecatombe y desgracia.
Cuando acudió la justicia —a poner orden y calma
en aquel batiburrillo —sin ejemplo en la comarca,
halló el cuerpo hecho pedazos —mas desprovisto de alma,
que en los profundos infiernos — a penar ya comenzaba.
Tal es la suerte que espera —a quien del cesto se salga
porque atenerse no quiera —a vida justa y reglada
y prefiera en cambio hacer —su real y santa gana,
lo que le sale de ahí, —lo que le peta y le cuadra,
sin de Moisés tener cuenta —los Mandamientos y Tablas
que, cual si nunca existieran, —por el sobaco se pasa.
Así termina la historia —de aquella mujer nefasta
que prefirió condenarse —a ir de buena y santa.
Hay de todo en este mundo —la libertad es sacrosanta.
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