Érase un padre corriente —tal cual el tiempo los daba,
que ya tenía tres hijas —y se mesaba las barbas
porque su esposa querida —sólo hembras engendraba.
— ¿Habrá, entre sí decía, —más desdichado que yo?
Y cuando el rostro volvió —halló la respuesta viendo
que otro iba bendiciendo —la suerte que a él le tocó
al engendrar sólo hembras —y no engendrar un varón.
—Las hembras son más pacíficas —van de la paz y el amor
y sólo en casos contados —le atizan un coscorrón
al hijo desobediente —maleducado y faltón,
argumentaba el fenómeno —para apoyar su razón.
Pero su hija Angelina —fue de la regla excepción
porque a sus hijos y nietos —educaba con rigor,
no les pasaba ni una —y a la menor ocasión
les atizaba un guantazo —un golpe o un pescozón
sin sentir remordimiento —pena, piedad o compasión,
cual si de pedernal fuera —su maternal corazón.
Hasta el punto que en el barrio —ya despertaba el temor
de que extendiese la práctica —todo a su alrededor
y aprendiesen las madres —aquel extraño fervor
por educar a los hijos —a golpe de zapatón.
¿Cómo llegó a aquel extremo? —La crueldad ¿do la aprendió?
Pues nadie nace malvado —sino inocente y simplón,
se preguntaba la gente —ante aquella reacción
inusitada en las madres —de su misma condición.
La respuesta era muy simple —la mamó del biberón,
pues que el maltratado aprende —de aquel que lo maltrató
a hacer a los demás —el mal mismo que padeció,
y el maltratado en la cuna —devuelve lo que recibió,
ejerce sobre los otros —lo que primero él sufrió.
Lo dice quién de ello entiende, —no es caprichosa invención.
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