Un rey tenía tres hijas—a cada cual más galana,
más atractiva y hermosa—más pimpollito y lozana.
Una, la más pizpireta,—Delgadina la llamaban,
era bella y virtuosa—y las gracias la colmaban,
sin que las otras dos—le fuesen nunca a la zaga.
Un día a la media tarde—su padre el rey la miraba
de un modo tal que la niña—a disgustarse empezaba.
— ¿Por qué me mira tan raro? — ¿Y qué será lo que trama?
se preguntaba indecisa—inquieta y más que amoscada.
La cosa me da mala espina—me preocupa y enfada.
¡Qué me maten si lo entiendo!— ¡A ver quién la cosa aclara!
Y para salir de dudas—y dar reposo a su alma,
así dirigióse al padre—con voz medida y pausada:
— ¿Por qué me mira, mi padre, —de esa manera tan rara?
Su atención ¿a qué se debe?— ¿Tengo manchada la cara?
Dígame lo que pretende —qué le ronda por el alma.
—Estás tan buena, mi hija—tan cachonda y bien plantada,
que resistir ya no puedo—a tanto encanto y fragancia.
Tengo que llevarte al lecho—aun siendo una salvajada,
que bien sé lo que me juego—y el riesgo no se me escapa
de lo que puede ocurrir—si tú me haces la Pascua,
resistes a mis deseos—te niegas a mis instancias.
Pues en los tiempos que corren—de ideas tan avanzadas,
si un padre va con su hija— ¡menudo Cristo se arma!
Cómo si un padre no hubiera—en el almario su alma
igual que cualquiera otro—que con él se comparara.
Hazte a la idea, por tanto—hija mía de mi alma,
De que esta noche sin falta—has de meterte en mi cama.
—Dios no lo quiera, el del cielo—ni la Virgen soberana,
que el padre que me engendró—me deje embarazada;
Ya sé que puedo evitarlo—tomando antes de empezarla
un comprimido o dos—de los que Farmacia manda,
O que vosotros uséis—un condón de los de Francia;
La idea nada me atrae—tampoco me ‘mola’ nada,
Irme a la cama con vos—compartir con vos las sábanas,
oh, padre mío adorado—padre mío de mi alma;
Que os tengo bien conocido—y de vos no espero nada,
ni ilusión ni aventura—ni excitación ni nada.
Prefiero a un hombre cachondo—que por mí haga burradas.
Y sin más contemplaciones—mandó a su padre a las habas.
No pudo él admitirlo—que una mocosa de nada
Con la leche aun en los labios—así rechazarlo osara,
De modo que recurrió—a medidas más bien drásticas.
Llamó a sus cuatro criados,—que para tal cosa estaban,
obedecerlo en silencio—sin poner pegas ni trabas,
e imperioso ordenóles—llevarla al monte y matarla,
no sin antes en la rueda—tenderla y atormentarla
estirándola con garfios—azotándola con zarzas,
dándole su merecido—hasta el extremo llevarla
con abusos y sevicias—y también ponerla en ascuas
en donde nadie la oyera—ni acudiera a sus llamadas;
si alzaba al cielo sus gritos—si por protestar le daba.
Para comer que le diesen—sardinas en bote y lata,
y de bebida tan sólo—un simple Kas de naranja,
y si aquello no bastase—agua bicarbonatada.
De tal modo aprendería—a mantenerla cerrada.
Se llevan ya a Delgadina,—ya se va la desgraciada,
sin que los lloros y quejas—con que los acompaña
despierten la compasión—y para nada le valgan;
a solas en el calabozo—riega el suelo con sus lágrimas
en tal medida que deja—toda la tierra empapada.
Era la escena tan triste—tan triste y desesperada,
que hasta al sayón conmovía—hasta al sayón consternaba,
lo reducía a pedazos—enternecía y ablandaba
Al cabo de ocho días—pasada ya una semana,
Harta de la situación, —ya de sus llantos cansada,
determinó de buscar— maneras más adecuadas
de resolver el problema—que en los brazos se encontraba;
—Debo dejar de quejarme, —se dijo a boca callada,
puesto que nadie me ayuda—yo solita he de apañármelas.
Y sin más detenimiento, —ya la cabeza se rasca;
ya medita y ya cavila—ya se pregunta e indaga.
—En mi lugar ¿qué se haría?— ¿Qué, otro tramara?
y una idea le vino—que la cuestión arreglaba.
A meditar entregarse—pensar en todas las chakras
Que las doctrinas budistas—en el cuerpo nos señalan,
donde reside el dolor—do las angustias se calman.
Boecio lo había hecho—en iguales circunstancias;
buscar consuelo pensando—en las horas amargas,
le cortaron la cabeza—y se acabaron sus ansias.
Hay que aprender de los sabios—que tales lecciones daban.
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