Romance de doña Arbola y su suegra
Un día igual que los otros —Arbola se paseaba
sin inquietud en la testa, —pensando en las musarañas
cuando sintió los dolores—del parto que se anunciaba.
— ¡Ay, Dios mío! ¿quién me ayuda? — ¿quién me socorre y prepara
para pasar este trance —y aliviar la hora amarga?
¡Qué Jesucristo y la Virgen—en esta hora me valgan!
-así rogaba la joven—que a parir se preparaba.
La suegra que en un rincón —a escondidas la escuchara,
salió de inmediato al quite —para de encima quitársela,
de ella desembarazarse—y mandarla a freír gárgaras
do la tabarra no diera—ni hubiera que soportarla;
pues harta de sus antojos—y hasta el moño cansada
de a su lado tenerla—toda la larga jornada,
la ocasión no veía—de lo más lejos mandarla
que se pudiera fingiendo—hacerlo por buena causa:
—Arbola, vete a parir;—de tu santa madre en casa,
do no te vea ni oiga—ni me des ya la tabarra;
que ella te ature y te acoja, —si es que no está más que harta
de tus melindres y quejas, —de tus caprichos y ansias;
por tu marido no temas, —le haré yo misma la cama;
y si quiere ropa limpia, —se la daré ya planchada.
No se esperaba la joven—tal retahíla y tirada,
agachó pues la cabeza—y aguantó la tronada.
A la noche llega Pedro—y lo primero que indaga
es donde está la Arbola—su presencia le hace falta.
— ¿Mi Arbola, dónde está? —mi mujer ¿dónde se halla?
pregunta con voz potente—a su madre agazapada
en un rincón, temerosa—de aquella mala trastada
que le jugara a su hijo—a traición y solapada.
—Arbola está con los suyos—pues me ha llamado tunanta
hija de muy mala madre—cerda, cochina y marrana.
Intolerables insultos, —al orden hay que llamarla,
responde ella al momento—haciéndose pasar por santa.
Sin querer ir más a fondo—ni a su madre disgustarla,
monta en silencio el caballo—y en busca va de su amada
a poner la cosa en claro —y hacer lo que haga falta.
A la salida del pueblo—a la comadre encontraba.
—Enhorabuena, mi yerno,—padre de un hijo sin tacha
que ha pesado cuatro kilos —no más puesto en la balanza.
—Bien venido sea el niño;— su madre habrá de pagarla
si ha ofendido a la mía—porque le dio la real gana.
Sin añadir más razones—se va directo a la casa
donde reposa Arbola—ajena a lo que se pasa,
y al verla no más le dice—le ordena y le comanda:
—Levántate, esposa mía,—vamos de vuelta a la casa
hecha un desmadre sin ti—sin barrer y abandonada.
Desfallecida, la joven—responde dócil y mansa:
—¿Cómo quieres que obedezca—y abandone la cama
si acabo de dar a luz—y tengo la fiebre alta?
De dos horas de parida—no hay mujer que lo haga.
Se niega él a oírla—y la conmina y le manda
que al punto lo obedezca—y se deje de chorradas:
—Álzate ya, mi Arbola,—mantén la boca cerrada,
no me repliques ni hables, —coge tus cosas y marcha.
Se ha levantado Arbola—muda, sumisa y callada;
han andado siete leguas—sin decirse una palabra.
Al fin, no pudiendo más—ha tirado él la toalla,
se ha dado él por rendido—y ha tomado la palabra
para decirle sereno—con voz lenta y mesurada:
— ¿Por qué te callas, Arbola? —Arbola ¿por qué no hablas?
— ¿Cómo quieres que te hable, —parida y ensangrentada?
adusta responde ella—y la razón no le falta.
La sangre que voy perdiendo—moja el caballo y lo baña.
¿Es que no te das cuenta? — ¿O es que no quieres dártela?
Mas él se obceca en su yerro—no quiere él escucharla
y en sus propósitos terco—de este modo la amenaza:
—Calla la boca, Arbola—no añadas ni una palabra;
a escucharte me niego;—de aquí nadie me saca;
qué los diablos me lleven—si no te hago pagarla
la ofensa hecha a mi madre—santa entre todas las santas.
Pide perdón, mi Arbola;—que a punto estás de palmarla,
pues detrás de aquella ermita—que allá se ve en lontananza
te daré tu merecido—porque no puedas contarla.
Pase a todas las protestas—de que ella hizo gala,
erre que erre en la suya—hizo él lo que planeaba.
Cuando de vuelta a su pueblo—tranquilo se encaminaba,
he aquí que de una aldea —tañendo están las campanas.
— ¿Quién ha muerto, quién ha muerto?—pregunta la muchachada,
que quiere saber, curiosa, —de cuál asunto se trata.
Se trata de que injustamente —ha sido una, asesinada,
por la falsa acusación—de una suegra avinagrada
que no quería cargar—con una nuera preñada.
—A esa abuela asesina,—quisiera ver reventada,
comida de los gusanos—y hecha una pura piltrafa,
se oye la voz del niño; —recién nacido, ya habla.
Que un bebé juzgue y condene —es cosa que mucho espanta.
Nunca se ha visto parejo —en toda la Tierra ancha.
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