Era una noche oscura—de relámpagos y agua,
caían chuzos del cielo,—no llovía: diluviaba,
cuando salió Don Manuel—a visitar a su dama,
(una señora castiza—joven y bien conservada,
rica a más no poder—de muchas prendas dotada
a la que envidiaban muchas—por lo bien que aparentaba)
que a nadie le duelen prendas—cuando de amores se trata
y en casos semejantes—fácilmente hace burradas.
Iba de punta en blanco,—de acicalarse cuidara,
pues las mujeres prefieren—al macho de fina estampa
que les entra por los ojos—y ante los cuales se ufana
de ser el más bien vestido—que en toda la ciudad campa.
Se echara tinte en el pelo—porque no vieran las canas
que ya asomaban la oreja—pese a su edad no avanzada.
Nadie está salvo de ellas—son maldición y son plaga
del que presume de joven—aun cuando las piernas fallan;
lo dicen un viejo verde—un viejo verde lo llaman.
Y para añadir al conjunto—un algo más de prestancia,
se pusiera en el sombrero—tres plumas de aves raras,
una de pavo real—y dos de cuervos y garzas,
una amarilla limón—y dos de verde manzana,
que de Brasil la bandera—sugerían y apuntaban.
El verlas era una gloria—y hasta al más triste alegraba.
En llegando a un callejón—estrecho y oscuro a manta,
donde no viera un carajo—ni de un lince la mirada,
ved ahí que lo acomete—de gamberros una panda
que aquella noche salieran —de juerga, orgía y de farra
y sin sentir compasión—lo tunden a puñaladas.
Mala la hubisteis franceses—aquella aciaga jornada,
hubieran dicho las crónicas—que antiguamente se usaban
para contar el suceso—famoso donde los haya,
del paso de Roncesvalles—donde Roldán la palmara
cuando el carolingio imperio—en toda Europa imperaba.
Que no duran ni un suspiro—las glorias dichas humanas.
Nuestro héroe, don Manuel—como un becerro sangraba
cuando en el matadero—le han dado ya la puntada.
Pero por suerte lo logra—echando las boqueadas,
llegar al barrio en que vive—y al portal de su casa
donde su esposa querida—casi en vela lo esperaba.
Apenas le quedan fuerzas,—ase con fuerza la aldaba
la deja caer tres veces—y espera a que le abran.
La puerta, de grueso roble, —le permanece cerrada.
—Ábreme, Polonia mía,—ábreme, Polonia cara,
que vengo hecho unos zorros—y las heridas me sangran.
Si no me abres aprisa—no tardo nada en palmarla,
dice con acento triste—que llega al fondo del alma.
Y para que en el tintero—cosa ninguna quedara,
añadiera la propina—de estas últimas palabras:
Si hoy me muero, Polonia—dame sepultura santa
en un prado verdeante—en donde el ganado pasta,
al pie de un tejo, mejor—que es árbol que tiene fama
de durar más de un milenio—frente a todas las borrascas,
los huracanes y vientos—que la vida le amenazan.
Añade, a la cabecera —una cruz de cuatro aspas
donde Cristo esté muriendo—antes de entregar el alma,
con un letrero que diga: —«Yace aquí y aquí descansa
quién no murió por amores—ni por suerte equivocada;
sino porque una mala noche—los gamberros lo mataran.»
Y así termina la historia—de aquel hombre, infortunada,
que una noche fatídica—saliera a ver a su dama.
Nadie sabe dónde tiene—la fatal hora marcada.
Estad atentos, nos dice—la santa Biblia en sus páginas
porque el día no sabéis—en que os llegará la Parca.
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