sábado, 10 de diciembre de 2022

Romance de las dos hijas de la reina doña Urraca

 Por las orillas del Duero—Doña Urraca se pasea,

sus dos hijas la acompañan, —Blanca Flor y Filomena.

El Rey moro, que lo supo, —al camino le saliera;

de palabras se trabaron —y él le expone su queja:

Vive solo en su palacio, —la soledad lo molesta 

y le ha salido al encuentro —porque busca una pareja.

De sus hijas, la mayor, —se casaría con ella,

Si a la madre le place, —si está de acuerdo la suegra.

La suegra no está de acuerdo —mas la ocasión aprovecha

para endilgarle la otra—de las dos la menos bella.

Él pidiera la mayor, —le dieran la más pequeña;

y por no ser descortés—tomara él la que fuera.

Así empiezan los casorios—que luego en la vida quiebran.

—Quiero pedirte una cosa,—se preocupa la suegra,

que no le des mala vida—porque a disgusto la llevas.

—Non tenga pena, señora;—por ella non tenga pena,

que soy cortés caballero—que cuando palabra empeña

a rajatabla la cumple—y contra viento y marea.

Del vino que yo bebiese, — ha de beber también ella;

y del pan que yo comiese, —también comería ella.

Se casaron, se acostaron, —se fueron para su tierra:

y nueve meses pasaron—sin tener de ellos nuevas.

Al cabo de ese periodo, —el Rey Moro vino a verla.

—Bien venido, yerno mío. —Bien hallada sea mi suegra.

—Ante todo y lo primero — ¿Cómo está mi hija pequeña?

—Está bien, gracias al cielo—no tengo de ella queja;

está a punto de parir—y dar a luz lo que venga.

sin embargo me ha encargado—que a la hermana pidiera

ir a echarle una mano—mientras encamada fuera.

—No me gusta nada, nada—que me separen de ella;

la necesito a mi lado—dijo quejosa la suegra;

pero por ver a su hermana—vaya, vaya en hora buena.

Llevadla por siete días; —pero a los ocho que vuelva;

que una mujer intocada—no está bien en tierra ajena.

Él montó una yegua torda,—y ella una yegua negra:

siete leguas cabalgaron—ninguno ni ‘mu’ dijera,

que guardan todos silencio—en plena naturaleza.

Llegados a un prado ameno,—el Rey los tejos le echa,

dice quererla sin límites—desde el día en que la viera.

Ella de acuerdo no está—y la conducta le afea,

Lo llama al orden y dice—tente, moro, en lo que intentas

que no está bien me violes, —mira que el diablo te tienta;

pues eres tú mi cuñado, —tu mujer, hermana nuestra.

Sin atender a razones—él del caballo se apea,

La ata de pies y manos—y a voluntad la trastea.

Luego, saciado el deseo—le corta ya la cabeza,

la pone a un lado y después—por terminar la faena

y acabar con el asunto—le arranca también la lengua,

y tira todo a un zarzal—donde cristiano no entra.

Después, sintiéndose a salvo—se va por donde viniera.

Mas ved que pasa un pastor—que envía la Providencia,

y por milagro del cielo—se desata aquella lengua,

que si en vida se callara—ora a sus anchas se suelta:

—Por Dios te pido, pastor, —que me escribas unas letras

para contar a mi madre, — ¡nunca ella me pariera!

lo que aquí ha sucedido, — ¡Ojalá nunca ocurriera!

—Non tengo papel ni pluma,—aunque serviros quisiera;

ni para hacer lo que cumple—se me ocurre una mala idea

—Qué eso no os inquiete—dejadme que yo provea.

De pluma te servirá—un pelo de mis guedejas

y de mis venas la sangre – a modo de tinta emplea:

y si papel non trujeres, —escríbelo en una piedra.

Si mucho corrió la carta, —mucho más corrió la nueva.

Blanca Flor, desque lo supo, —con el dolor malpariera;

y el hijo que malparió, —guisólo en una cazuela

para dárselo al Rey moro, —cuando a cenar acudiera.

— ¿Qué me diste Blanca Flor, —qué me diste para cena?

Desde que juntos vivimos—nunca tan bien me supiera.

—Sangre fue de tus entrañas—gusto de tu carne misma,

mas los besos de mi hermana—mucho mejor te supieran

Si aun estuviera viva—y no como ahora muerta.

— ¿Quién te lo dijo, traidora; —quién te lo dijo, so perra?

Yo te daré qué sentir—si en ese camino entras.

¡Voto a Satán si no pagas—caras tus palabras necias!

Y así termina la historia—de dos hijas como perlas

que a deshora sucumbieron—debido a Fortuna ciega.

Dejadme que eche un broche—a esta antigua leyenda

dando un consejo a las madres—que en tales bretes se vean:

Madres que tenéis hijas,—casadlas en vuestra tierra

Porque una suerte no corran—cuando se casen afuera

como corrieron las dos— que tuvo aquella Reina,

una tuvo mala muerte, —la otra, una vida perra.

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