Después de la Anunciación, —tan diferente y tan rara,
que os conté más arriba —y por verdadera pasa,
aquella joven María —se sentía sobre ascuas
y de decírselo al mundo —no podía con las ganas.
Es fácil de comprender —al que se ponga en sus sayas,
pues no acostumbran los ángeles —a darnos nuevas de nada
ni mucho menos decirnos —que el Dios que en el cielo campa
se ha complacido en nosotras —y nos deja embarazadas;
tal como hiciera el Gabriel —con nuestra María casta.
María no hay más que una, —dijera una broma basta.
Por otra parte se afirma —a la mujer inclinada
a darle suelta a la lengua —y hablar desenfrenada
a poco que se le ofrezca —la ocasión pintiparada.
También se dice que ellas —nunca un secreto guardaran,
todas son unas cotillas —y de charlar nunca paran.
He de añadir otra cosa, —que el ángel que le anunciara
que iba a ser madre de un niño —que el Espíritu
engendrara,
le había dicho también —que igualmente quedaba
encinta Isabel su prima, —pese a su edad avanzada,
llena de arrugas y achaques —después de la menopausia,
(todo lo cual sugería —y además se demostraba
que Yahvé lo puede todo —y hace su santa gana,
nada le es imposible —incluso que una estéril para.)
De modo que al otro día —se levantó de mañana
y se marchó presurosa —a un pueblo de la montaña
cercano a Jerusalén —cuyo nombre se me escapa,
donde Isabel y su esposo —a vivir se trasladaran
en espera de aquel Juan. —que el ángel les anunciara.
No más saluda María —a la dueña de la casa,
salta de júbilo el hijo —que ésta lleva en las entrañas
y que llena del Espíritu —y de Él poseída exclama:
—Seas bendita entre todas, —mujer escogida y santa,
como ha de serlo aquel fruto —que de tu vientre salga,
Que vengas tú a visitarme, —la verdad no se me alcanza.
La madre, tú, del Señor, —a esta tu humilde esclava,
pues no más me saludaste, —mi niño en mi vientre salta;
dichosas sean aquellas —que han creído la palabra
que de parte del Señor —les ha sido trasladada.
Mucho gustó a María —el
verse así interpelada,
que estamos todos
sedientos —de que alguien nos aplauda,
nos diga que somos
buenos —y todo el mundo nos ama,
por lo que ebria de
júbilo —rompió a cantar entusiasta
un cántico fuera de
serie —que Magnificat se llama
porque se ha puesto
en latín —aquellas santas palabras.
Aquí os lo
reproduzco —lo mejor que se me alcanza.
— “La grandeza del
Señor —mi alma humilde proclama
y mi espíritu se
alegra —en el Dios que a todos salva
porque sus ojos ha
puesto —en esta su baja esclava.
Y desde el día de
hoy —las generaciones varias
han de llamarme dichosa,
—venturosa, afortunada
mientras transcurran
los siglos, —mientras el mundo no acaba
porque el Dios
omnipotente —ha hecho en mí su obra santa.
Santo es su nombre también
—y su compasión alcanza
a las gentes
venideras —si lo respetan y acatan.
Con el poder de su brazo
—desbarató la arrogancia
de los que en el corazón
—proyectos perversos fraguan
y derrocó de sus
tronos —a los que en ellos maltratan
a sus sujetos
inermes —que nunca les plantan cara;
enalteció a los
humildes, —y a los que hambre pasan
colmó de abundantes
bienes —que a describir no se alcanza;
despide vacío al
rico —y da al pobre esperanza.
A Israel, que es su
siervo, —bajo su égida ampara
sin olvidar la
promesa —que una vez formulara
en la persona de
Abrahán —a toda la raza hebraica
hasta el final de
los siglos —en que nuestro sol se apaga.
Aquí terminó María —su canto aquel y alabanza
sin que sepamos nosotros —como Yahvé lo tomara.
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