Érase un hombre corriente —que tres hijas engendrara;
ya eran adolescentes —y su atractivo saltaba
a la vista de cualquiera —que ojos tuviera en la cara.
Ojos tenía su padre —a los que nada escapaba
y sin poderlo evitar —también él cayó en la trampa
de los encantos de ellas —de su juventud lozana.
Un día estando a la mesa —a la más joven miraba
con ojos libidinosos —que la sangre le alteraban.
—¿Qué vos sucede, mi padre? —quiso saber extrañada
aquella casta doncella —todavía no estrenada.
¿Por qué me miráis así? — ¿Tengo monos en la cara?
(Que lo aprendiera en un cómic—que antaño de moda estaba).
Se sentía ella confusa —además de algo escamada,
pues las jóvenes recientes —están más espabiladas
y en la escuela las educan —para ponerlas en guardia
contra miradas lascivas —contra lujuria non sancta.
—Si yo te miro, hija mía, —es porque me da la gana,
que me debes obediencia —respeto y esas garambainas
que en el colegio te enseñan —y en la doctrina te graban;
estás buenorra y maciza; —quiero llevarte a la cama.
—No lo permita el buen Dios —ni la Virgen soberana,
pues que el incesto condenan —con penas más que pesadas
las leyes de la moral —junto con las leyes laicas;
y si llegara a saberse —a vos os encarcelaran.
Ya puedo yo denunciar —vuestra conducta malvada.
Púsose el padre furioso, —los ojos le echaban llamas,
Y llamando a sus criados —les ordenó la encerraran
en una torre profunda —en una sala cuadrada
donde no entraba la luz —más que de viernes en Pascuas,
pues no tenía aberturas —y mucho menos ventanas.
Y para colmo de males —les prohibió alimentarla,
darle comida o bebida, —vino e incluso agua,
y mucho menos por cierto —la dieta mediterránea.
Y que durmiera en el suelo —tendida sobre la paja
igual que hacían antaño —aquellos que en la Tebaida
llevaban buena una vida —santa, humilde y solitaria.
Pasan tres días y cuatro —nadie de ella se apiada,
Tiene que habérselas sola, —tiene que hacerla sonada
porque jamás se repita —abuso tal, salvajada.
Un joven bien parecido —con otros dos la guardaba,
ideó pues seducirlo —ganárselo para la causa
porque el eslabón más débil —primero es el que se ataca.
—Mozo, hermoso mozo, —¿me ayudarás a jugársela
a quien así me encarcela —me castiga y me maltrata?
Esta injusticia insufrible —no quiero más tolerarla
y te daré lo que pidas, —un revolcón en la cama
si es eso lo que te peta —o lo que digas que haga.
Era viril aquel mozo, —ni una higa se le daba
del enfado de su amo, —decidió pues ayudarla.
Y despreciar tal oferta —fuera cosa nunca usada
en estos tiempos que corren —en los que el sexo se exalta
más arriba que las nubes —y por él hasta se mata.
Puestos de acuerdo los dos —un día en que los guardias
cansados de la rutina —la vigilancia aflojaban,
huyeron por un postigo —que la guardia descuidara
y que se abría al jardín —y a la huerta aledaña.
Ya una vez en la calle —qué hacer se preguntaran,
pues aquel padre rijoso —con chiquitas no se andaba.
Si proseguían la fuga —él detrás les mandara
a sus esbirros malvados —que sin piedad los cazaran.
Había pues que esconderse —donde no los encontraran
y esperar con paciencia —que las aguas se calmaran.
O emigrar a un país —que no los extraditara,
pues aún quedaban algunos —que en eso se retrasaran.
Dando vueltas al asunto —la noticia les llegara
de que aquel padre imposible —de repente la espichara.
Hay los que nacen con suerte —y otros que la tienen mala.
Ya veis que he recurrido —al antiguo Deus ex machina,
que así resolvían el nudo —si la inspiración faltaba
los célebres dramaturgos —de viejas épocas clásicas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario