domingo, 11 de diciembre de 2022

LA ANUNCIACIÓN

 

Cuenta la Historia que un día —en Nazaret se esmeraba

de su sexo en las labores —una mujer aún muchacha;

sacaba el polvo a los muebles —y con afán se entregaba

a barrer y hacer limpieza —y a mullir las almohadas

del lecho en que durmieran —hasta llegar la alborada

ella y José, su marido, —casados como Dios manda,

sin olvidarse tampoco — de poner limpias las sábanas

que tras la noche de sueño —sucias estaban sudadas.

Para poner todo en orden —con decisión se afanaba,

pues una hembra indolente — que no atendía a la casa

era en aquellas regiones —pobres y aún atrasadas

tenida por perezosa, —mal mirada y criticada,

como se tiene hoy en día —a quien no pena y trabaja.

Con el sudor de la frente, —el pan de cada jornada

te ganarás, pues comiste  —la prohibida manzana,

dicen que dijo Yahvé —a una mujer como hay tantas

que por capricho mordiera —una jugosa manzana

en un jardín, el de Edén —que allá por Persia quedaba.

Esa mujer fuera Eva, —curiosa y atolondrada,

madre de toda la especie —que hoy llamamos humana.

Aquella madre primera —de una costilla engendrada

de un varón precedente —hecho de barro y de lama

con que el divino alfarero —su Creación acabara,

la que en el libro del Génesis —se nos describe y detalla.

Una serpiente malévola —a aquella madre engañara

en el jardín supradicho —cuando ociosa paseaba,

susurrándole al oído —que en libertad así quedaba

de hacer a partir de entonces —lo que mejor le petara,

independiente de Adán —que hacerla quería esclava.

Decidme quien de vosotros —no caería en la trampa.

¡Vaya promesa atractiva —en aquellas circunstancias!

Mas regresando al inicio —vuelvo a la mujer de marras

con que comienza esta historia —inédita donde las haya. 

Era una hebrea, María, —vástago de buena raza

pues descendía en directo —del rey David y su casa

si las crónicas no mienten —y la verdad no enmascaran

como sostienen algunos —que fácilmente no tragan

lo que les dicen sin pruebas —quienes de llevarlos tratan

al huerto de su provecho —y sus oscuras ventajas.

De pronto y sin previo aviso, —sin anunciarse ni nada,

como las buenas maneras —a todos aconsejaran,

un tal arcángel Gabriel —de los que en el cielo campan

mientras entonan a coro —de Jehová la alabanza

bajó de aquellas alturas —a decirle y saludarla

lo que os pongo a seguir —sin cambiar sus palabras:

—A verte vengo, María, —de parte del que me manda

para que sepas, mujer, —que plena eres de gracia

porque Yahvé omnipotente —al que santísimo llaman

ha creído conveniente —poner en ti la mirada

y lo que ha visto gustándole —te ha juzgado adecuada

para que seas la madre —de su descendencia santa;

desde este mismo momento —quedas María preñada

por obra del santo espíritu, —poseída y no manchada

como conviene a la esposa —de una deidad puritana

a la que gustan las vírgenes, —puras y limpias y castas

y no las sucias rameras —despeluznadas y bastas

lo que mejor se adecúa —a su intención arcana.

Así la pinta el cristiano, —no una diosa pagana

como la griega Afrodita —que ni un pelín se cortaba

para yacer con quien fuese —y revolcarse en la cama

con todo aquel, dios u hombre, —que por los ojos le entrara.

—Al cabo de nueve meses —cual la Natura señala,

siguió diciendo el arcángel —con voz comprensible y clara,

darás a luz en Belén —en una gruta apartada

donde los bueyes y mulas —la noche al abrigo pasan,

al primogénito hijo —del dios hebreo sin tacha,

que os lo envía aquí abajo —para lavar esa mancha

que ha dejado en vosotros —de vuestros padres la falta

cuando por causa de Eva, —la que mordió la manzana

en el jardín del Edén —la Creación acabada,

quedó maltrecha la especie, —culpable, perversa y mala,

sin redención al alcance —si Dios no lo remediara.

Siempre maldita y proscrita, —para siempre condenada

si no muriendo en la cruz —tu Hijo no la salvara.

Aquí terminó el arcángel —aquella larga parrafada

a la que respondió María —guardando la vista baja

como le cuadra y conviene —a hembra bien educada

consciente de aquel papel —que los suyos le señalan:

— ¿Cómo es posible que sea —eso que decirme acabas

si de José, mi marido, —nunca he entrado en la cama?

Pero aquel mensajero —la respuesta preparada

traía para la objeción —que María formulara:

—Que no te inquiete la cosa, —pues que Dios todo lo alcanza,

nada le es imposible —y con quererlo le basta.

Sabe el Señor el acuerdo —al que con José llegaras,

el de vivir como hermanos —pura, casta, inmaculada,

pero eso que me dices —es para él como nada

pues no conoce imposibles —ni impedimento que valga

porque dispone de medios —para hacer su santa gana;

nada se opone en el mundo —a su intención soberana.

A lo que ella responde: —Soy del Señor sólo esclava;

hágase como me dices —que yo no diré palabra.

Tras de lo cual, el arcángel —se desvaneció en la nada

y desde entonces María —quedó como la Anunciada.


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