Cuenta la Historia que un día —en Nazaret se
esmeraba
de su sexo en las labores —una mujer aún muchacha;
sacaba el polvo a los muebles —y con afán se
entregaba
a barrer y hacer limpieza —y a mullir las almohadas
del lecho en que durmieran —hasta llegar la
alborada
ella y José, su marido, —casados como Dios manda,
sin olvidarse tampoco — de poner limpias las sábanas
que tras la noche de sueño —sucias estaban sudadas.
Para poner todo en orden —con decisión se afanaba,
pues una hembra indolente — que no atendía a la
casa
era en aquellas regiones —pobres y aún atrasadas
tenida por perezosa, —mal mirada y criticada,
como se tiene hoy en día —a quien no pena y trabaja.
Con el sudor de la frente, —el pan de cada jornada
te ganarás, pues comiste —la prohibida manzana,
dicen que dijo Yahvé —a una mujer como hay tantas
que por capricho mordiera —una jugosa manzana
en un jardín, el de Edén —que allá por Persia quedaba.
Esa mujer fuera Eva, —curiosa y atolondrada,
madre de toda la especie —que hoy llamamos humana.
Aquella madre primera —de una costilla engendrada
de un varón precedente —hecho de barro y de lama
con que el divino alfarero —su Creación acabara,
la que en el libro del Génesis —se nos describe y
detalla.
Una serpiente malévola —a aquella madre engañara
en el jardín supradicho —cuando ociosa paseaba,
susurrándole al oído —que en libertad así quedaba
de hacer a partir de entonces —lo que mejor le
petara,
independiente de Adán —que hacerla quería esclava.
Decidme quien de vosotros —no caería en la trampa.
¡Vaya promesa atractiva —en aquellas circunstancias!
Mas regresando al inicio —vuelvo a la mujer de
marras
con que comienza esta historia —inédita donde las haya.
Era una hebrea, María, —vástago de buena raza
pues descendía en directo —del rey David y su casa
si las crónicas no mienten —y la verdad no
enmascaran
como sostienen algunos —que fácilmente no tragan
lo que les dicen sin pruebas —quienes de llevarlos
tratan
al huerto de su provecho —y sus oscuras ventajas.
De pronto y sin previo aviso, —sin anunciarse ni
nada,
como las buenas maneras —a todos aconsejaran,
un tal arcángel Gabriel —de los que en el cielo
campan
mientras entonan a coro —de Jehová la alabanza
bajó de aquellas alturas —a decirle y saludarla
lo que os pongo a seguir —sin cambiar sus palabras:
—A verte vengo, María, —de parte del que me manda
para que sepas, mujer, —que plena eres de gracia
porque Yahvé omnipotente —al que santísimo llaman
ha creído conveniente —poner en ti la mirada
y lo que ha visto gustándole —te ha juzgado
adecuada
para que seas la madre —de su descendencia santa;
desde este mismo momento —quedas María preñada
por obra del santo espíritu, —poseída y no manchada
como conviene a la esposa —de una deidad puritana
a la que gustan las vírgenes, —puras y limpias y
castas
y no las sucias rameras —despeluznadas y bastas
lo que mejor se adecúa —a su intención arcana.
Así la pinta el cristiano, —no una diosa pagana
como la griega Afrodita —que ni un pelín se cortaba
para yacer con quien fuese —y revolcarse en la cama
con todo aquel, dios u hombre, —que por los ojos le
entrara.
—Al cabo de nueve meses —cual la Natura señala,
siguió diciendo el arcángel —con voz comprensible y
clara,
darás a luz en Belén —en una gruta apartada
donde los bueyes y mulas —la noche al abrigo pasan,
al primogénito hijo —del dios hebreo sin tacha,
que os lo envía aquí abajo —para lavar esa mancha
que ha dejado en vosotros —de vuestros padres la
falta
cuando por causa de Eva, —la que mordió la manzana
en el jardín del Edén —la Creación acabada,
quedó maltrecha la especie, —culpable, perversa y
mala,
sin redención al alcance —si Dios no lo remediara.
Siempre maldita y proscrita, —para siempre
condenada
si no muriendo en la cruz —tu Hijo no la salvara.
Aquí terminó el arcángel —aquella larga parrafada
a la que respondió María —guardando la vista baja
como le cuadra y conviene —a hembra bien educada
consciente de aquel papel —que los suyos le
señalan:
— ¿Cómo es posible que sea —eso que decirme acabas
si de José, mi marido, —nunca he entrado en la
cama?
Pero aquel mensajero —la respuesta preparada
traía para la objeción —que María formulara:
—Que no te inquiete la cosa, —pues que Dios todo lo
alcanza,
nada le es imposible —y con quererlo le basta.
Sabe el Señor el acuerdo —al que con José llegaras,
el de vivir como hermanos —pura, casta, inmaculada,
pero eso que me dices —es para él como nada
pues no conoce imposibles —ni impedimento que valga
porque dispone de medios —para hacer su santa gana;
nada se opone en el mundo —a su intención soberana.
A lo que ella responde: —Soy del Señor sólo
esclava;
hágase como me dices —que yo no diré palabra.
Tras de lo cual, el arcángel —se desvaneció en la nada
y desde entonces María —quedó como la Anunciada.
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