Bajó a Capernaum, —de Galilea un poblado
para enseñarles allí —sin faltar, todos los sábados
el mensaje que traía —de un Israel renovado
porque entonces como ahora —ya todos estaban hartos
de ver como a lo antiguo —ya nadie le hacía caso,
de corrupción y abuso, —de hipocresía y engaño,
lo cual era deplorable —y daba motivo al llanto,
pues como todos conocen —siempre mejor fue el
pasado.
Digo Jesús predicaba —en el día del descanso
que los judíos tenían, —el pueblo circuncidado.
Y su doctrina calaba —porque hablaba autorizado.
Un día estaba en el templo —un sujeto endemoniado
que a grandes gritos le dijo —después de haberlo
escuchado:
—Danos la paz, nazareno, —¿por qué con nós la has tomado?
¿Has venido a destruirnos? —Yo te conozco, hombre santo.
Y Jesús le reprendió: —Cállate, y sal disparado
del hombre al que posees —y al que das tanto
trabajo.
Entonces aquel demonio, —en el lugar derribándolo,
lo abandonó sin más trámite —y sin causarle algún
daño.
Todos estaban perplejos —y sin dejar de mirarlo
se decían confundidos: —¿Quién será este fulano
que a los demonios expulsa —con tanto poder y
mando?
Él les ordena se vayan —y ellos se marchan pitando?
Y se extendía su fama —hasta recónditos lados.
Era un día de aquellos, —y tras de haber predicado,
Jesús salió al exterior —para tomarse un descanso;
entró en casa de Simón, —que Pedro sería llamado,
y lo llevaron a donde —de la suegra hasta el
camastro;
titiritaba de fiebre —y su salud le imploraron:
Él se inclinó sobre ella, — puso en su frente la mano
y volviéndose a la gente —que lo estaba mirando,
díjoles que no era grave, —se estaba el cuepo
curando
porque la fiebre lo indica, —está el cuerpo
reaccionando.
Nadie dijo una palabra, —todo el mundo era callado,
pero no todos creyeron —fuera aquello lo acertado.
¿Cómo presume de médico —sin haber nunca estudiado
lo que se enseña en la escuela —discutiendo y
razonando?
Él se dio cuenta al instante —y, hay que decir,
suspirando
pensó para sus adentros: —éstos quieren un milagro.
Son ignorantes, los pobres, —no entienden los
adelantos
que ha hecho la Medicina —en estos últimos años.
Conformes, se lo daré, —si haciéndolo los calmo.
Y una pose severa —cual convenía adoptando
para estar en su papel —de taumaturgo y de mago,
para hacerlo más creíble —y mejor desempeñarlo,
a la fiebre reprendió —cual se reprende al muchacho
que sordo a las conveniencias —irse no quiere del
cuarto,
lo que ella hizo al instante —y se marchó siseando
como corriente de aire —que deja un estrecho espacio.
Dando un suspiro de alivio —y poco menos que un
salto,
la mujer se levantó —del feo y sucio camastro
y fresca como una rosa —o un clavel bien regado,
se puso pronto al avío —para servirles el caldo
que prepararan los otros —por si era necesario,
a todos los asistentes —a aquel redondo milagro
darles algún refrigerio —y ofrecerles un bocado.
Mas no acaba aquí la cosa —pues muchos fueron sanados
cuando ya el sol se ponía —y la noche iba
avanzando.
Pues la noticia corriera —de lo que había pasado
y todo el mundo quería —acudir a presenciarlo
y le traían enfermos —tuertos, ciegos y lisiados
para rogarle pusiera —también sobre ellos las manos
y los curara al instante —y volvieran a ser sanos,
y él los sanaba a todos —sin distinciones ni
grados.
¡Oh y quién fuera como él —capaz de hacer otro
tanto!
Sanar a los achacosos —con sólo imponer las manos.
sin pasar horas y horas —en intensivos cuidados.
También de muchos salían —demonios sus voces dando:
eres el Hijo de Dios, —te atreves por eso a tanto.
Pero él les ordenaba —se mantuvieran callados
y no dijeran a nadie —que él era el Cristo enviado;
no convenía saberlo, —el tiempo no era llegado.
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