domingo, 8 de enero de 2023

UN ESPÍRITU INMUNDO POSEE A UNO

  

Bajó a Capernaum, —de Galilea un poblado

para enseñarles allí —sin faltar, todos los sábados

el mensaje que traía  —de un Israel renovado

porque entonces como ahora —ya todos estaban hartos

de ver como a lo antiguo —ya nadie le hacía caso,

de corrupción y abuso,  —de hipocresía y engaño,

lo cual era deplorable —y daba motivo al llanto,

pues como todos conocen —siempre mejor fue el pasado.

Digo Jesús predicaba —en el día del descanso

que los judíos tenían, —el pueblo circuncidado. 
Y su doctrina calaba —porque hablaba autorizado.
Un día estaba en el templo —un sujeto endemoniado

que a grandes gritos le dijo —después de haberlo escuchado: 
—Danos la paz, nazareno, —¿por qué con nós la has tomado?

¿Has venido a destruirnos? —Yo te conozco, hombre santo. 
Y Jesús le reprendió: —Cállate, y sal disparado

del hombre al que posees —y al que das tanto trabajo. 

Entonces aquel demonio, —en el lugar derribándolo,

lo abandonó sin más trámite —y sin causarle algún daño. 
Todos estaban perplejos —y sin dejar de mirarlo

se decían confundidos: —¿Quién será este fulano

que a los demonios expulsa —con tanto poder y mando?

Él les ordena se vayan —y ellos se marchan pitando? 
Y se extendía su fama —hasta recónditos lados. 

Era un día de aquellos, —y tras de haber predicado,

Jesús salió al exterior —para tomarse un descanso;

entró en casa de Simón, —que Pedro sería llamado,

y lo llevaron a donde —de la suegra hasta el camastro;

titiritaba de fiebre  —y su salud le imploraron: 
Él se inclinó sobre ella, — puso en su frente la mano

y volviéndose a la gente —que lo estaba mirando,

díjoles que no era grave, —se estaba el cuepo curando

porque la fiebre lo indica, —está el cuerpo reaccionando.

Nadie dijo una palabra, —todo el mundo era callado,

pero no todos creyeron —fuera aquello lo acertado.

¿Cómo presume de médico —sin haber nunca estudiado

lo que se enseña en la escuela —discutiendo y razonando?

Él se dio cuenta al instante —y, hay que decir, suspirando

pensó para sus adentros: —éstos quieren un milagro.

Son ignorantes, los pobres, —no entienden los adelantos

que ha hecho la Medicina —en estos últimos años.

Conformes, se lo daré, —si haciéndolo los calmo.

Y una pose severa —cual convenía adoptando

para estar en su papel —de taumaturgo y de mago,

para hacerlo más creíble —y mejor desempeñarlo,

a la fiebre reprendió —cual se reprende al muchacho

que sordo a las conveniencias —irse no quiere del cuarto,

lo que ella hizo al instante —y se marchó siseando

como corriente de aire —que deja un estrecho espacio.

Dando un suspiro de alivio —y poco menos que un salto,

la mujer se levantó —del feo y sucio camastro

y fresca como una rosa —o un clavel bien regado,

se puso pronto al avío —para servirles el caldo

que prepararan los otros —por si era necesario,

a todos los asistentes —a aquel redondo milagro

darles algún refrigerio —y ofrecerles un bocado. 

Mas no acaba aquí la cosa —pues muchos fueron sanados

cuando ya el sol se ponía —y la noche iba avanzando.
Pues la noticia corriera —de lo que había pasado

y todo el mundo quería —acudir a presenciarlo

y le traían enfermos —tuertos, ciegos y lisiados

para rogarle pusiera —también sobre ellos las manos

y los curara al instante —y volvieran a ser sanos,

y él los sanaba a todos —sin distinciones ni grados. 

¡Oh y quién fuera como él —capaz de hacer otro tanto!
Sanar a los achacosos —con sólo imponer las manos.

sin pasar horas y horas —en intensivos cuidados.

También de muchos salían —demonios sus voces dando:

eres el Hijo de Dios, —te atreves por eso a tanto.

Pero él les ordenaba —se mantuvieran callados

y no dijeran a nadie —que él era el Cristo enviado;

no convenía saberlo, —el tiempo no era llegado. 

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