Reinaba Tiberio César —hacía ya quince años
en la ciudad capital —de aquel imperio romano
donde según Agustín —luego obispo de Cartago
no había más que ladrones —y gente de instintos
malos;
y gobernaba en Judea —un hombre, Poncio Pilato,
y Herodes en Galilea, —y en Iturea su hermano
Felipe que era tetrarca —de otro lugar apartado,
provincia de Traconite; —y Lisanias otro tanto.
Y siendo Anás y Caifás —sacerdotes de alto rango,
al hijo de Zacarías, —Juan por nombre llamado
vino de Dios la palabra —en aquel desierto árido
donde incluso los ofidios —morían achicharrados.
—¿Los ofidios, me decis? —¿Y por qué no los
lagartos?
A tal pregunta importuna —prefiero no contestaros.
En Cuanto a Juan, el bautista, —prosigo con el
relato.
Por el Jordán dicen fue —y la región predicando
que bautizarse era bueno —si se estaba disgustado
de la vida que hasta entonces —uno hubiese llevado,
para quedar como nuevo —de toda culpa y pecado,
como Isaías un día —había profetizado
escribiendo lo siguiente —en papiro con un cálamo:
Voz que clama en el desierto, —esté el camino
aprontado
antes que venga el Señor —y nos coja descuidados;
que su camino esté limpio —y su alcorce enderezado.
(¿Qué cosa sea un alcorce? —Senda o sendero
arreglado),
Se rellenará los valles —y bajará monte y
collado
y los caminos tortuosos —han de ser alineados,
al par que se suaviza —aquellos otros más ásperos;
la salvación de Yahvé —verá todo ser humano.
Y a los que se le acercaban —queriendo ser bautizados,
con brusquedad acogía —y copia de modos malos:
—¡Sois una raza de víboras! —¡Una estirpe de
malvados!
No sé cómo me contengo, —no entiendo cómo me
aguanto.
¿Quién de la ira venidera — a huir os ha enseñado?
Dad frutos de contrición —y no os
digáis, insensatos:
que siendo hijos de Abraham —podéis estar
confiados,
porque incluso de estas piedras —pudiera Yahvé sacarlos,
hijos de Abraham a montones —para darlos y
tomarlos.
Y a la raíz de los árboles, —en torno al tronco
limpiado,
ya el hacha está puesta — para al suelo
derribarlos,
y hasta la sierra mecánica, —si alguien la hubiera
inventado,
de lo cual es consecuencia —y lógico corolario
que árbol sin fruto bueno —será cortado y quemado
en crudas noches de invierno —cuando en la calle ha
nevado.
Y todos le respondían: —Dinos qué hacer, hombre santo.
A lo que él contestaba: —Dad más al necesitado,
aquel que tenga dos túnicas, —con una ya va sobrado;
y al que le sobre comida, —haga con él otro tanto.
dad de lo que tengáis, —no queráis acumularlo
para evitar el síndrome —de Diógenes, el sabio.
Repartid lo que tenéis, —dad lo que os sobre,
tacaños,
que lo que deis a Yahvé —ha de seros bien pagado.
Y no venían a él —sólo los hombres honrados,
También llegaron un día —un grupo de publicanos
que entre la gente corriente —eran más bien mal
mirados,
porque cobrar los impuestos —entre los pobres
paisanos
les competía molestos —tras haber comprado el
cargo;
y sin cortarse ni un pelo –pidiéronle ser
bautizados,
lo que en todos los presentes —causó mayúsculo
escándalo:
¿cómo unos hombres parejos —se atrevían a tanto?
y los murmullos se oyeron —hasta en lugares
lejanos.
Ellos pidieron a Juan: —Guía, rabí, nuestros pasos,
porque la gente nos odia —y queremos evitarlo
Y él respondióles tajante: —Pedid sólo lo ordenado.
No exageréis el tributo, —¡Qué no os tiente el
diablo!
También quisieron saber —qué harían, unos soldados,
a lo que él les repuso: —No seáis extorsionarios,
no acuséis injustamente, —no os excedáis en el
trato
que diéreis a los vencidos, —mostraos antes
magnánimos,
y si la paga es escasa —y os creéis estafados
porque os exigen la vida —contra un escaso salario,
no protestéis y callad, —con lo que os den
contentaos.
sed obedientes, sumisos, —sed buenos subordinados.
Y como el pueblo indeciso, —se preguntara callado
si este Juan Evangelista —un hombre al menos
extraño
sería acaso el Mesías —es decir, el Enviado,
él respondía diciendo —del rumor saliendo al paso,
—Ni lo penséis, feligreses, —mejor no os llaméis a
engaño,
pues viene detrás de mí —uno que está más dotado
y del cual yo no soy digno —ni de limpiarle el calzado;
si yo os bautizo en agua, él, —en el Espíritu
Santo.
Mirad el aventador —que ya sujeta en la mano
la herramienta precisa —hecha en hietro forjado,
para la era limpiar —y separar paja y grano,
el trigo para el granero, —lo demás para quemarlo
y reducirlo a cenizas —en fuego nunca apagado.
Así exhortaba Juan —a aquel tozudo rebaño
y le anunciaba incansable —las buenas nuevas de
hogaño.
Mientras esto sucedía, — Herodes, aquel tirano
de que os hablé más arriba —estaba más que enfadado
porque Juan le reprochaba —que se hubiera
amancebado
con Herodías, la esposa —que fuera antes del hermano,
lo que la Ley prohibía —escrita en el Libro Santo;
y además las maldades —que cometía a diario,
todo lo cual parecía —la picadura de un tábano.
Un día ya se cansó —de aquel profeta pesado
y lo envió a una prisión —para tratar de acallarlo.
Pero Juan no se callaba —y lo seguía incordiando
por lo que al cabo de fuerzas —y del asunto ya
harto
no le cupo otro remedio —que al infierno mandarlo,
como dijera una serie —de un autor americano
cuando quería decir —muy simplemente matarlo,
que así termina la vida —de quien habla demasiado.
Lo pregunten a los jefes —de la mafia de Chicago.
Ya cambiando de tercio —voy de otra cosa hablando.
También acudió Jesús —y quiso ser bautizado;
—Digno no soy, dijo Juan, —ni aun de atarte el
calzado
¿y me pides te bautice —como a un cualquier ciudadano?
Jesús le dijo, bautízame, —a lo que importa vayamos
y no perdamos más tiempo —que es oro para el
profano.
Y cuando estaban en estas —y ambos los dos orando,
se les abrieron los cielos —y bajó el Espíritu
Santo
en forma de una paloma, —más blanca que el lino
blanco
y vino una voz de arriba —que les decía bien alto
para que todos la oyeran: —Tú eres mi Hijo amado;
el predilecto de todos —en el cual yo me complazco.
Así termina la historia —del bautismo legendario.
¡Quién viajara en
el tiempo —para poder comprobarlo!
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