Cuando ya era de día, —salió y se fue a un despoblado
donde en silencio los árboles —le ofrecían descanso;
meditar es excelente —para mantenerse sano
según hallazgo reciente —de estudiosos letrados
que con técnicas modernas —lo han así confirmado;
ya lo sabían los viejos, —en la experiencia basados,
sin costosas herramientas —ni métodos sofisticados,
pero descubrir la pólvora —está de moda este año.
Mas volviendo a Jesucristo, —del Dios aquel enviado
al que llamaban Yahvé —los hebreos ilustrados,
lo buscaba mucha gente, —y una vez encontrado
le pedían no se fuese —en la estacada dejándolos
porque aún quedaban enfermos —de sanar necesitados.
Pero él respondía a todos: —sin darse por enterado:
—No me seáis egoístas. —¿No veis que es necesario
que vaya a otras ciudades —para seguir anunciando
el evangelio que Dios — de divulgar me ha encargado
tras enviarme a este mundo —confuso y desorientado?
Tomad lo que recibís, —con lo que os doy,
contentaos
y no queráis abusar —de los divinos regalos;
mejor es algo que nada, —no queráis acapararlos.
Mas sordos a sus palabras, —ellos no le hacían
caso,
nada querían saber —de argumentos sensatos,
pues ante los sufrimientos —de sus vecinos y
hermanos,
lo que contaba ante todo —era sin más remediarlos.
Mas terco Él en la suya, —no atendió a sus
reclamos.
De vuelta ya en Galilea —seguía
allí predicando
en todas las sinagogas —.que se le
abrían los sábados
a lo largo de los meses —y
mientras duraba el año
con el poder del Espíritu, —.que
hemos llamado Santo.
Y por la extensa comarca —las
nuevas se divulgaron
de que aquel hombre imposible —sin
semejante en el rango
muchos prodigios hacía —y
estupendos milagros
que boquiabiertos dejaba —hasta a
los más refractarios
a creer en maravillas —y
aconteceres extraños.
Y por doquiera que iba, —era a una
voz alabado.
Llegó un día a Nazaret, —donde se
había criado,
pasado sus años verdes —y en
sensatez madurado
y como era su costumbre, —en la
sinagoga entrando
el día que los judíos —emplean en
el descanso
de la labor semanal —como Moisés
ha indicado,
pidió le dieran un libro —de los
allí custodiados.
Le dieron el de Isaías, —el que
estaba más a mano,
y en medio del silencio —de los
allí congregados
avanzó por el pasillo —en
dirección al estrado,
desenrolló el pergamino —y leyó
carraspeando
lo que el profeta escribiera —del
dios Yahvé inspirado:
Soy del Señor el ungido, —les dijo
sin más reparos,
para anunciaros el credo —obvio y
más que probado
que se dirige a los pobres —y Él
mismo me ha enviado
a liberar al cautivo —y vista dar
al cegado,
al oprimido aliviar —y a proclamaros
el año
que favorece al Señor. —El libro
luego cerrando
lo devolvió al asistente —y fue
de vuelta a su banco
para sentarse tranquilo —y quedarse
allí esperando
a ver que hacían los otros —por el
momento callados,
fijos los ojos en Él —y en
silencio contemplándolo.
Él comenzó a decirles: —No me
miréis asombrados,
hoy mismo se ha cumplido —lo
escuchado hace un rato.
No lo pudieron sufrir —aquellos hombres pacatos,
que un vecino del pueblo —hijo de un artesano
como su padre José —un miembro del pueblo llano,
viniera a darles lecciones —de lo que es cierto o
errado.
¿El hijo de un carpintero? —¡Pues vamos bien
apañados!
Se empieza por uno cualquiera —y se termina
enredados.
¡Expulsémoslo de aquí, —y qué se vaya al diablo
a predicar su doctrina —y engatusar como parvos
a los que quieran oírlo —y a lo que dice dar paso!
¡Sólo faltaba que aquí —también le hiciéramos caso!
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