Amaneciera aquel día —de los
comienzos de marzo
sin que soplaran los vientos, —con
el cielo despejado
y descansaba Jesús —al pie de un
viejo castaño
que se elevaba en el centro —de un
amenísimo prado
sembrado de margaritas —y, de un
arroyo, cruzado
que refrescaba la atmósfera —antes
de entrar en un lago
en que el sol espejeaba —lanzando
a doquier sus rayos.
Sin el ruido y la furia —de los
ambientes urbanos
en los que el claxon impera —y el
aire contaminado,,
disfrutaba del entorno —y del
trinar de los pájaros
ajeno a cualquier dolor., —el ora
y aquí gozando
como lo hiciera un budista —en su
ashram solitario,
cuando una turba de adeptos —se
fue allí congregando
para pedirle insistente —que les
siguiera mostrando
las enseñanzas divinas —o
evangelio renovado
que anunciara un profeta —de su
Yahvé inspirado.
Alzando la vista al cielo —y un
hondo suspiro dando
como lo diera cualquiera —que se
siente importunado,
se dirigió a las orillas —del lago
arriba citado.
Era el mar de Galilea, —nombre que daban al lago.
Lo distinguiera a lo lejos —cuando
se hallaba en el prado
y descubrió que dos barcas —se
estaban balanceando
al ritmo que les marcaba —aquel oleaje manso.
En ellas unos pescadores —estaban
atareados
en las cosas de su oficio —conforme
a lo acostumbrado.
Subióse a una de ellas, —la que
estaba más a mano
propiedad de un tal Simón —más
tarde Cefas llamado,
y le pidió lo dejara —usarla como
un estrado
para soltar el discurso —que se le
había implorado.
Conseguido aquel permiso, —allanado
aquel obstáculo,
se apartó de la orilla —un par de
metros o cuatro
tras de lo cual se sentó —su
prédica comenzando.
Hablóles de su misión —y de haber
sido enviado
para reformar el mundo —entonces
desordenado
Finalizado el discurso, —de
aquella arenga cansado,
volvióse hacia el timonel —y dijo
al que estaba al mando:
—Entra un poco mar adentro —para
ver lo que pescamos.
Necesito distracción —tras un
discurso tan largo.
Mas Simón le respondió: —«Maestro,
hemos trabajado
la noche entera hasta el alba —y nuestro
esfuerzo fue vano,
de estas aguas tranquilas —no
hemos nada sacado,
tal vez la contaminación, —tal vez
el cambio climático,
pero si tú nos lo ordenas, —te
obedezco y me callo».
Echaron el aparejo —y tantos peces
sacaron
que las redes se rompían —porque
no daban abasto
a recoger tanta pesca —que acudía
a su reclamo.
Entonces a los colegas —de la otra
barca llamaron
para que fueran a echarles —la tan
necesaria mano.
Vinieron ellos al punto —y tanta
pesca cargaron
que casi se les hundían —con el
peso acumulado.
Sorprendido, Simón Pedro, —vedlo
ante Jesús postrado
y que apenas balbucea —para
decirle asustado:
—«Aléjate de mí, Señor, —que soy
un pobre diablo
pecador donde los haya —y a tu
lado un gusano».
No te prodigues, Maestro, —pues si
exageras un tanto
no quedará en el futuro —ni un mal
pez en este lago
y morirán nuestros nietos —de
hambre y desesperados..
Hay que pensar en los otros, —el
mundo no se ha acabado.
Pues el temor de lo visto —se
había de él apoderado
y de los otros testigos —igual que él asombrados
de tal suceso inaudito, —de tantos
peces juntados
sin otra arte de pesca —que la que
habían usado
durante generaciones —abuelos y
antepasados;
y lo mismo les pasaba —a Juan, su
hermano, y Santiago,
los hijos de Zebedeo, —y
tripulantes del barco.
Mas Jesús dijo a Simón: —«Pon los
temores a un lado,
deja de ser pusilánime —y
muéstranos tus redaños,
porque de hoy en adelante —serás
pescador de humanos».
Sin decir una palabra, —mudos e
impresionados,
se acercaron a la orilla —y las
barcas descargaron
preguntándose mansuetos —qué
harían con el pescado
para ponerlo a seguro —y guardarlo
en buen estado
porque no había el comercio —ni
productos congelados.
Era, el consumo, doméstico —nadie
pensaba exportarlo.
Pero son éstas cuestiones —aparte
de lo narrado.