domingo, 9 de febrero de 2020

Romance del Conde Olinos

¡Conde Olinos, Conde Olinos—es niño y pasó la mar!
Levantóse el Conde Olinos—un día al alborear
para llevar su caballo—a beber y a pastar:
Mientras el caballo bebe—él se pusiera a cantar:
—Bebe, bebe, mi caballo;—¡Qué Dios te libre del mal;
de los vientos desatados—y los vaivenes del mar!
Oyólo la Reina mora,—desde la altura en que está
y queriendo meter baza—se puso a despotricar:
—Escuchad, mis hijas todas;—las que dormís, acordad, 
venid a oír la sirena—que canta en el hondo mar.
Respondió la más pequeña,—(¡mas le valiera callar!)
—¡Qué sirena ni ocho cuartos! —Conviéneos despabilar,
aquello no es la sirena,—ni tampoco su cantar;
es en cambio el Conde Olindos,—que a los montes va a cazar.
La mora, aquella salida—no la pudo soportar
y llamando a sus criados—esto les hizo escuchar:
—Sirvientes míos, sirvientes,—los que me coméis el pan, 
salid en busca del Conde,—que a mis tierras va a cazar.
Al que me lo traiga vivo,—un potosí le he de dar;
el que me lo traiga muerto—con la Infanta he de casar:
muerto o vivo quien lo traiga,—su peso en oro tendrá.
Allá se van los sirvientes,—quieren el premio ganar,
cielos y tierra revuelven—no lo pueden encontrar,
que se ha echado a dormir—debajo de un olivar.
—¿Qué hacéis aquí, Conde Olinos?—¿Qué habéis venido a buscar?
En hora mala salisteis—esta mañana a cazar
porque nos han ordenado—con vuestra vida acabar.
Allí veréis aquel Conde—de esta manera exclamar:
—¡A mí, mi espada gloriosa—a mí, mi espada leal;
que de muchas me libraste,—desta no me has de fallar:
y si desta me librares,—te pongo en un pedestal
para que todo el que pase—pueda tu temple admirar!
Por la gracia de Dios Padre,—comenzó la espada a hablar:
—Si los tus brazos meneas—cual los sueles menear,
yo haré trizas a los moros—cual cuchillo corta el pan.
—¡Caballo mío, caballo;—bestia que no tiene par,
que de tantas me libraste,—tampoco hoy fallarás!
Por la gracia de Dios Padre,—comenzó el caballo a hablar:
—Si me das sopas en vino—y no olvidas me almohazar
todas las tardes del año—cuando vuelvas de cazar,
ten por cierto que estos moros—no me podrán alcanzar;
correré más que los vientos—cuando sopla un huracán.
El medio día llegado,—no halló con quien pelear,
que ya acabara con todos—no quedaba nadie más,
si no era un perro moro—al que no pudo matar.
Allí llegó una paloma,—volando a todo volar
que se posó en una rama—y así comenzó a hablar:
—Sois un bravo caballero—uno que no tiene igual;
vengo por orden del Rey—conmigo a te llevar.
Ya que no queda más que uno,—de rositas no se irá;
despachadlo, dadle muerte,—que nos podamos marchar.
La paloma era una infanta—disfrazada de animal;
recobró su ser al punto—y se pusieron a andar.
Por el campo ya van juntos —amartelados se van,
si no fuera que la mora—no lo pudo soportar
y ordenó a sus sirvientes—con ellos dos acabar:
del uno nació un olivo,—de la otra un olivar:
cuando soplaban los vientos,—se podían acercar
y decirse mil ternezas—y su amor se susurrar.
Mas la Reina que los vio,—también los mandó cortar:
del uno nació una fuente,—y de la otra un caudal.
Los que tienen mal de amores—allí se van a bañar.
Cuando la Reina los tuvo—se quiso igualmente mojar.
—Corre fuente, mana fuente—y no dejes de manar
que en tus aguas milagrosas—remedio busco a mi mal.
Allí hablara la fuente—ved aquí su razonar:
—Era yo el Conde Olinos,—tú me mandaste matar;
cuando era bosque de olivos,—tú me mandaste cortar;
ahora que soy la fuente—y has de mí necesidad,
quiero que pagues tu error—de ti me quiero vengar:
he de correr para todos—para ti me he de secar.
¡Conde Olinos, Conde Olinos,—es niño y pasó la mar!

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