Era una
vez un sujeto—que Espinoza se llamaba,
curioso,
inquisitivo—que falsedad no tragaba
y que por
vocación—a veces filosofaba,
Sus
padres eran judíos—que en España habitaban;
pero
los Reyes Católicos—ya conquistada Granada
quisieron
hacer limpieza—étnica ora la llaman,
y saber
qué religión—los súbditos practicaban;
seguían
a Constantino, —una creencia, una patria
bajo un
solo dirigente;—la paz así aseguraba
en el
imperio romano—que a la sazón declinaba.
De modo
que consecuentes—limpios de polvo y paja,
queriendo
sus territorios—que península llamaban,
a moros
y a los judíos—de la nación expulsaban.
Primero
en Portugal—paz y refugio buscaban
pero de
nuevo expulsados—se trasladaron a Francia
Tampoco
allí los quisieron—de modo que para Holanda
al
final se trasladaron—y hallaron por fin la calma.
Ser un
judío no era—en época tal atrasada,
cosa
que conviniera—ni cosa recomendada.
Se lo
educó en un colegio—que judíos regentaban
donde
la Torá aprendió—y lo demás que enseñaban.
Pero
era listo aquel joven—y ya muy pronto pensaba
que
toda aquella doctrina—era cuento y era fábula,
así que
se rebeló—contra sus maestros carcas,
que no
admitían la crítica—de lo enseñado en el aula.
O aceptas
lo que decimos—o te declaramos ‘raca’
que es
lo mismo que maldito—en lengua judía franca.
¿Cómo el
joven se atrevía—a oponerse a la manada?
Había
que llamarlo al orden—forzarlo a que tragara
tales
ruedas de molino—con que todos comulgaban.
Para
empezar lo expulsaron—de aquella Academia santa,
fuera
anatema, dijeron—maldito quien lo frecuentara.
Lo
condenaron a muerte—pero era un tío con ‘chamba’
que en
todas las ocasiones—de sus trampas se zafaba.
¡Quién
conociera una suerte—así de bien regulada!
No
toleró aquel mancebo—imposiciones ni trágalas
en
contra de su albedrío—y, de aprender, las sus ganas.
Dios o
Naturaleza—el hombre aquel cogitaba,
y sus
correligionarios—tal pensar no perdonaban.
¿Cómo osa
este blasfemo—darnos lecciones de nada,
y por
su cuenta pensar—indiferente al que manda?
Publicaron
pues un bando—que su figura execraba.
Mas él
seguía a lo suyo—del burro no se apeaba,
que Deus sive natura—de decir no se cansaba,
y de su
extraña manía—nadie apartarlo lograba.
Hartos
de aquella locura—en que el sujeto ‘teimaba’,
(teimar: en gallego, emperrarse, no dar
su brazo a torcer).
determinaron
joderlo—poniendo a precio su estampa;
mas, qué
si quieres, morena—todo servía de nada;
impertérrito
seguía—lo que razón le dictaba
hasta
que un día cansado—de dar la murga y tabarra
a
quienes empecinados—atención no le prestaban,
buscó
refugio en Suiza—do benignos se mostraban
ante lo
que con ardor—por doquiera predicaba;
más con
algunas reservas:—que la fe no peligrara;
el
calvinismo que entonces—en la nación imperaba.
Harto
de peros y límites—y de que no lo dejaran
a su
albedrío pensar—lo que le diera la gana,
mandó a
todos a la porra—y se encerró en su casa
sin
publicar una letra—mientras vida le quedara.
Torre
de marfil magnífica,—soledad aristocrática.
Se
murió a media edad—la tisis lo devastara.
Quizá
fue, la oposición,—de su dolencia la causa.
¡Cuánto
costara a aquel hombre—tener en sí confianza,
estar
seguro de sí—pese a las circunstancias!
Pese a
las adversidades—que así lo contrariaban.
No es
una cosa tan fácil—como quizá se pensara.
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