jueves, 6 de febrero de 2020

Romance del Conde Flor


A cazar sale el Rey moro,—ya sale de cacería
una mañana de agosto—antes de romper el día,
como hacía el Gato Pardo—en su Sicilia nativa
cuando al noble reemplazaba—la naciente burguesía;
lo ha contado Lampedusa—con singular maestría
en obra imperecedera, —en obra perenne y viva.
Se lo encargara la mora,—que le trajera una cautiva
mejor si hija de Condes—o de Reyes de Castilla;
quién a buen árbol se arrima, buena sombra lo cobija,
dice el refrán castellano—sin que no lo contradigan.
Hallaron al Conde Flor,—de vuelta de romería
a San. Salvador de Oviedo—y Santiago de Galicia;
en el trayecto al sepulcro—lo ha acompañado su hija
que de él no se separa—y va adonde él le diga.
Los moros, sin más razones,—le exigen que se rinda,
pues lo superan en número—por una gran mayoría,
a lo cual él se niega—pues ni por pienso lo haría.
—Sea como lo quieres—le dice aquella partida
de desalmados guerreros—con la mayor sangre fría,
y sin más contemplaciones—le quitan allí la vida,
ya la cabeza le cortan—y en un pozo la metían,
porque nadie la encontrara—ni de ella diera noticia,
mientras con piedras del campo—lo que quedaba cubrían.
En tanto que maniatan—a la infortunada hija
y allí mismo, sin más trámite, —de su libertad la privan,
que así suele suceder—sin solución a la vista,
a quién por su mala suerte —le toque ser ya la víctima.
La meten en un navío—rumbo a la morería
y ya salen a la mar,—lo hacen a toda prisa
porque el hierro hay que mallarlo—mientras al rojo brilla.
La mora, desque lo supo—salió alegre a recibirla,
montada en caballo blanco,—y regiamente vestida,
que es florón de los nobles—mostrar en todo cortesía.
La llevaron a palacio,—lloraba a lágrima viva
porque es duro nacer libre—y de pronto ser cautiva.
Encinta estaba la mora—la esclava encinta venía;
y lo quiso Dios del cielo—ambas parieron un día
en que los buenos augurios—fortuna y paz predecían..
La partera era una bruja,—malvada hada madrina,
y atendiendo a su provecho, —por pedir al Moro albricias,
usando de malas mañas—cambió niño por niña;
entregó el niño a la Mora—y la niña a la cautiva.
La reina mora contenta,—levantóse al otro día:
la cristiana, acongojada—a los veinte aún no podía.
—Levántate, tú, la cristiana;—ve a bautizar a esa niña,
como mandan tus creencias—y te impone la doctrina.
Respondióle la cristiana—bien oiréis lo que decía:
—¡Con lágrimas de los ojos—la bautizo cada día!
respondióle ella al momento—sin olvidar una sílaba;
si estuviera en mi tierra—eso es justo lo que haría
y le pondría el nombre—de una hermana que tenía
allá lejos en mi tierra, —en la remota Castilla;
se llamaba Blanca Flor,—igual que una margarita;
pero un día infortunado—en que a solas recogía
las hierbas para lavarse—de san Juan la mañanita,
cayó en manos de moros—que la llevaron cautiva
a do viven los paganos—a tierras de morería.
—Diga, diga, ¿esa tu hermana,—diga, que señas tenía?
 —Tenía en el lado diestro—una verruga maligna,
 y su pelo rubio y largo—hasta los pies la cubría
como según se nos cuenta—cubría a lady Godiva,
la esposa legendaria—de un reino por allá arriba
en donde reinan las brumas—y vivieron los druidas.
 —Por esas señas, cristiana,—¡Eres tú la hermana mía!
Le echó los brazos al cuello,—llorando cual poseída,
que tales cosas suceden—muy raramente en la vida.
—Vete a la iglesia cercana—hoy transformada en mezquita,
y por tu propia mano,—bautiza pronto a esa niña,
porque de no hacerlo así—al limbo ya la destinas
no sea que se nos muera—lo que del cielo la priva
y la condena a quedarse—en el limbo mientras viva.
Respondióle la cristiana:—¡Dudo que el rito valdría,
porque renegar me hicieron—de mi madre y mi madrina,
de la leche que he mamado—y de la santa María!
—Yo te daré barco de oro,—trinquete de plata fina,
y siete moros mancebos—que te lleven a Castilla:
y si con esto no basta—iré en tu compañía.
—Haríamos mala pareja—oh mi hermana querida,
porque yo soy renegada—y tú mora convencida;
yo renegué con la boca—de corazón no lo hacía. 

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