miércoles, 5 de febrero de 2020

Romance de don Bueso,


Camina Don Bueso—la mañana es fría,
a tierra de Campos—a buscar la niña.
Hallóla lavando—en la fuente límpida.
—¿Que haces ahí, mora,—hija de judía?
¡Qué beba el caballo—que de sed moría!
—Reviente el caballo—y quien lo traía;
que yo no soy mora,—ni hija de judía.
Soy cristiana vieja—y aquí estoy cautiva
lavando los paños—de la morería.
—Si fueras cristiana,—conmigo vendrías
y de seda y paño—vestidos te haría;
pero si eres mora—te abandonaría.
La subió al caballo,—por ver que decía;
en las siete leguas—no hablara la niña.
Al pasar un campo—de verdes olivas,
sus quejas y lágrimas—el alma partían.
—¡Prados de mi tierra!—¡Prados de mi vida!
¡Cuando el Rey mi padre—plantó aquí esta oliva,
yo era pequeña,—era una chiquilla;
la Reina, mi madre—la seda torcía;
mi hermano Don Bueso—los toros corría!
—¿Qué dices pequeña? —¿Qué me dices, niña?
¿Es eso verdad —o es una mentira?
Dime pues tu nombre—de quién eres hija.
—Soy la que aquí ves,—soy la Rosalinda,
y así me llamaron—porque al ser nacida,
tenía en el pecho
una rosa prístina.
—Pues mira qué cosas,—¡mi hermana serías!
si son señas ciertas—las que comunicas.
Llegando a su casa—llegando a su villa,
daba grandes voces—y todos salían
a ver qué pasaba—a ver qué ocurría.
—¡Ábrame la puerta—mi madre querida
y preste atención—a lo que decía;
¡traer quise nuera,—tráigole su hija!
—Para ser tu hermana,—¡qué descolorida!
—¡Ay madre, qué injusta,—qué exigente y rígida;
que no tiene en cuenta—que yo no comía
más que amargas yerbas—de una fuente fría,
dó cantan las ranas—y los sapos silban.
Metióla en un cuarto—sentóla en la silla
y le encomendó—estar quietecita
mientras la miraba—de abajo arriba.
—Me cuesta trabajo—que seas mi hija,
mucho has cambiado—de abajo arriba.
—¡Mi jubón de grana,—mi saya querida,
que la dejé nueva—y la hallo hecha trizas!
se queja la moza—necia y consentida.
—Calla, hija, calla,—hija de mi vida;
que quien te la ha dado—otra te daría.
—¡Mi jubón de grana,—mi saya querida,
que te dejé nueva—y la hallo rompida!
—Pues vaya un capricho.—¡Esta hija mía…!
Aquí está tu madre,—que otra te echaría.
Caminó Don Bueso—uno y cualquier día,
a tierra de moros—a buscar la niña.

martes, 4 de febrero de 2020

LGTB, las nuevas costumbres.


¿Qué pensaremos de aquellos —que elegir sexo defienden
como se elige corbata —en los grandes almacenes?
Ya una rareza no son —y en los USA aparecen
padres que dan a sus hijos —fármacos e ingredientes
que la pubertad retrasan —y en la niñez los mantienen
para que puedan más tarde —decantarse libremente
(tales son sus argumentos —eso dicen que pretenden)
por el sexo que prefieran —y que más les interese.
Como aquellos cristianos —que el bautizo difieren
hasta que ya son adulos —y las canas aparecen.
El no hacerlo de ese modo, —aquellos padres sostienen
frente a sus adversarios, —tiene el inconveniente
de mantener a los hijos —en un sexo que no quieren
aunque la Naturaleza —pensado lo ha diferente.
La libre elección del sexo —al individuo compete.
Si has nacido varón —pero ser hembra prefieres
acudes a un cirujano —para que el asunto arregle
y una vagina provea —donde antes hubiera un pene
o un órgano viril  —si del otro sexo eres.
Tales milagros ocurren —cuando la Ciencia interviene,
pues Natura es imperfecta —y enmendarle conviene
la plana que ha escrito —solo atendiendo a los genes
sin que le importe una higa —lo que el individuo piense.
Todo el mundo es creador —puede hacer lo que le pete,
transformar machos en hembras —o hembras en otros seres
que el capricho les dicta —o la moda les sugiere
contra concierto y natura —le pese a quien le pese.
Bendita sea la Ciencia —que tales prodigios puede.
Nos igualamos a Dios, —ya levantamos Babeles
sin temor a que las lenguas —se confundan y entremezclen.
Ya rechazamos los límites, —ya no somos diferentes
los varones de las hembras, —y los pocos que disienten
de lo que dicta la moda —o que la Ciencia sugiere
aun siendo el mayor absurdo —que imaginar se pudiere,
son retrasados y ‘carcas’, —ignorantes, pobres gentes
que empecinados se empeñan —en ir contra la corriente.
Ya se imponen los debates —que únicamente conciernen
a una estricta minoría —de los sociales agentes,
bisexuales, transgénero, —lesbianas y otras sandeces
que se quiere hacer pasar —por progreso y ‘moderneces’.
Tan solo una minoría —de infelices burgueses
que no se aceptan cual son —y a disgusto se sienten
en la piel con que han nacido —y transformarla pretenden.
Transgenerismo lo llaman —los que el absurdo defienden.

lunes, 3 de febrero de 2020

El 'pin' parental.


Ya viene D. Pedro—de la guerra herido,
unos zorros hecho, —deshecho y jodido,
Malditas las guerras, —nunca hubiera ido
si nunca lo hubieran—por fuerza metido
diciendo la Patria—estaba en peligro.
¡Qué Patria ni leches! —Fue sólo el capricho
de los mandamases, —que haciendo su oficio
de plegarse al fuerte—sin decir ni pío,
a morir mandaban—a los sometidos.
Carne de cañón —¡nunca mejor dicho!
los miles que fueran —al cruel sacrificio,
la guerra en Marruecos—el pasado siglo.
Como ora lo hacían—aquellos políticos
que meter querian, —a la fuerza, he dicho,
en las testas jóvenes—un contrasentido,
puro disparate, —total desvarío.
Mas dejad comience—dónde está el principio.
Hubiera elecciones—y subiera al plinto
un nuevo gobierno—socialista dicho
que hacía bandera—de unos oprimidos
a los que erigía—en patrón y símbolo.
Lo que otrora fueran—unos pervertidos,
ya no era perversos—mas la norma y símbolo
de nuevas costumbres—de nuevos principios.
¿A quien se le ocurre—nombrar arquetipo
a quien hasta entonces—fuera un libertino?
Pues tal era el caso; —¡Están como un chivo!
A través de escuelas—y educativos
centros y colegios—inyectan el virus
diciendo a los jovenes—so pretextos dignos
que lo mismo da—ser un pervertido
el amante siendo—de tu sexo mismo.
Están como cabras—bien se hubiera dicho
de quien tal defiende;—¡La olla ha perdido!
Como reacción, —padres ofendidos
firmes se opusieron—a dejar que el hijo
fuera adoctrinado—en tal desatino
asistiendo inerme—a tales concilios.
Salió en su defensa—un nuevo Partido
que imponer propuso—como preventivo
de tales dislates, —leyes y caprichos,
el ‘pin’ parental, —que vetaba al niño
asistir a predicas—del nefando tipo.
Pusieron los otros—en el cielo el grito
porque según ellos—era libre el hijo
de escoger su sexo—a gusto y capricho
pese a que natura—lo ha establecido
de otra manera—ya desde el principio.
No compete al padre—tutelar al hijo
dijeron rotundos—sin dejar resquicio
a otro dictamen—que el aquí exhibido;
que debe aceptar—solo y desprovisto
lo que bien decida—contra el buen sentido
el poder vigente—y constituido.
Muchos se opusieron—al contrasentido,
mas la ley castiga—al que decidido
comulgar no quiera—ruedas de molino.
En esas estamos, —¡han enloquecido!





domingo, 2 de febrero de 2020

Romance de la esposa infiel

Amanecía en Chicago, —un día de San Simón,
cuando una esposa aburrida—se asomaba a su balcón,
para ver lo que pasaba —todo a su alrededor.
Se levantara dispéptica—porque la noche anterior
había cenado fuera—y tarde se recogió.
Estaba así lamentando —su escasa moderación,
cuando pasó un vihuelista—que una copla le cantó.
— ¡Sal al balcón, mi morena, —asómate, qué te dé el sol,
que necesitas el calcio —después de un exceso o dos!
Y tras cantarle la copla; —enhebran conversación.
—Mi marido no está en casa, —que por negocios salió;
por tanto estoy si os conviene—a vuestra disposición.
Tan pronto lo había dicho—el menda aquel lo aceptó
y se dispuso al momento —a dejar alto el pendón
como lo manda y ordena—la usual convención:
a una hembra que está en celo—nadie ha dicho nunca no.
Es al menos lo que afirma—de la nación el ‘folclor’.
Abriole ella la puerta—lo llevó a su tocador,
Se puso una negligée—y se entregó a su pasión.
Pasaron así tres horas—que instante les pareció,
Y satisfecho el deseo—a su lado él se durmió.
Mas mira que es mala suerte—el marido regresó
antes de tiempo a su casa—y el pastel descubrió,
lo que le supo a triaca—y mucho lo disgustó.
Que cuando uno se casa—quiere ser en exclusión
El solo gallo en la arena—sin ningún competidor.
Llama con fuerza a la puerta—y golpea el aldabón
con redoblada energía—fruto de la indignación.
Se ha levantado la esposa,—ha bajado al corredor
hasta la puerta de entrada —que abre ante el fragor
que ha armado el marido—presa de ira y furor.
—¿Por qué tardaste en abrirme?—¿No oíste acaso mi voz
que no admitía demora—tardanza ni dilación?
—Acaba ya tus berridos—que te oirá todo Dios
y pensará me maltratas—y acudirá en mi favor;
Me he demorado en bajar—para arreglarme mejor
y evitar que me vieras—sin peinar y en camisón;
que me tomaba un descanso—antes de la labor.
que a las mujeres señala—la arcaica tradición:
Mas puesto que ya has llegado—sube a mi habitación.
La encontrarás en desorden—me falta organización.
Espera a que me arregle—ten paciencia y comprensión.
—Oigo ruido en tu cuarto,—¿Quién anda con precaución
como si evitar quisiera—llamar de otro la atención?
—En mi cuarto no está nadie—es pura imaginación.
Siéntate un rato y descansa—tómalo con moderación.
Y dejándolo plantado—se fue a arreglar el follón.
—Has de marcharte de prisa,—dijo a su relación,
y sin que nadie te vea;—hazlo con prevención.
Si mi marido descubre—nuestra combinación,
buena la habremos hecho—no tendremos salvación,
Que nos ayuden roguemos—y nos muestren su favor
todos los santos que habitan—en la celeste mansión.
Hará un desaguisado—si no le queda otra opción.
Date prisa y espabila—y salta a ese callejón
que desde aquí se divisa—con cuidado y precaución;
de no romperte una pierna—y así llamar la atención
de quien pasa descuidado—absorto en meditación.
Así lo hizo el cuitado—y aprovechó la ocasión
para exhalar un suspiro—de alivio y mitigación,
pues peligroso es herir—de un marido el honor.
Mientras tanto aquel marido,—presa de la frustración,
aguantar ya no podía—tanta espera y dilación.
De modo que levantándose—se dirigió al comedor
donde halló puesta la mesa—para un convite de dos.
Confirmadas sus sospechas—a su presencia llamó
a la esposa que tardaba—allá en su habitación.
—¿Qué significa esta escena,—este almuerzo para dos?
¿Quién compartía contigo—esta mesa y refacción?.
Si no lo aclaras al punto—y me das explicación,
a fe que lo pagas caro—y armo un lío y follón.
Intimidada la esposa—no acierta a decir razón
Lo que al marido encabrita—y empuja a gritar traición.
Mas mientras tanto el amante —saltando por el balcón
Se había puesto a recaudo—y ya nada le pasó.
A partir de ese momento—los cuernos siempre exhibió
aquel marido burlado—al que la esposa engañó.
Que fuera una fementida—nunca a probarlo acertó.
En agua pues de borrajas—todo el asunto quedó.
Nadie salió malparado—y todo bien terminó.
En paz vivieron entonces—hasta que la hora les llegó
de abandonar este mundo—de rendir cuentas a Dios.
Impunes quedan los crímenes—que ninguno resolvió.
Que no recibe el culpable—siempre lo que mereció.
En este mundo vivimos—tal vez no lo hay mejor.
No queda pues que aceptarlo—tomar las cosas tal son.
Resignado os lo aconseja—vuestro humilde servidor.
Aquí paz y luego gloria—nos la dé buena el Señor.

sábado, 1 de febrero de 2020

Romance de las tres cautivas.

A la verde, verde,—a la verde oliva,
donde cautivaron—a mis tres cautivas.
El pícaro moro—que las cautivó,
a la reina mora—se las entregó.
¿Qué nombre les damos—a estas tres cautivas?
—La mayor Constanza,—la menor Lucía,
a la más pequeña,—llaman Rosalía.
—¿En qué emplearemos—a estas tres cautivas?
Constanza amasaba,—Lucía cernía,
y la más pequeña—a por agua iba.
Y un día de agosto—en la Fuente Fría,
estaba un anciano—que de ella bebía.
—¿Qué hace usted, buen viejo—en la Fuente Fría?
Mejor se abrigara,—por si se resfría.
—Estoy aguardando—a mis tres cautivas,
que me las robaron—un aciago día.
—¡Pues vaya, mi padre!—¡si yo soy su hija!
¿Quién hubiera dicho—que hoy lo encontraría?
La suerte nos toca—¡Vaya lotería!
Ya corro a decírselo—a mis hermanitas.
Y sin perder tiempo—al hogar volvía.
—Ya sabrás, Constanza,—ya sabrás, Lucía,
como he visto a padre—en la Fuente Fría.
Constanza lloraba,— Lucía gemía,
y la más pequeña—baza no perdía:
—No llores, Constanza,—no gimas, Lucía;
que en viniendo el moro—larga nos daría.
No contaran ellas—con la mora pícara,
que las escuchara—y otro plan tenía,
abrió una mazmorra—y allí las metía.
Mas llegado el moro—y la historia oída,
sin más las sacó—y les dio salida.
Todo volvió a ser—tal como solía. 
Ya todos felices—comieron perdices.

sábado, 25 de enero de 2020

Romance de la Delgadina

Tenía una vez un rey—tres hijas de fina estampa;
la más joven de las tres—Delgadina se llamaba.
Un día estando a la mesa—muy formalita sentada
entre su madre y su abuela—primas, tías y cuñadas,
alzó la vista del plato—y vio que el Rey la miraba:
Aprovechó la ocasión—pintan, a la ocasión, calva,
del teatro del absurdo—era, la cantante, calva,
la obra de Ionesco—que en los 50' arrasaba,
para decir a su padre—en voz la más alta y clara,
lo que a seguir os ofrezco—una invención nueva y rara:
—Que no os asuste, señor,—mi delgadez extremada,
que parezco un esqueleto—más que una moza formada;
es que no como ni duermo—ni acierto a dar puntada,
a causa de los amores—que me traen trastornada,
fuera de mí, ida y loca—rara y desequilibrada,
más demente que un cencerro—y más loca que una cabra,
extravagante y funesta—paranoica y desquiciada,
es que mi amante me turba—es que estoy enamorada.
Nunca tal cosa dijera—¡que nunca así se expresara!
pues que a menudo aprovecha—mantenerla bien cerrada
porque los padres de antaño—con chiquitas no se andaban
si la virtud de sus hijas—andaba en lenguas malas,
y sin perder ni una comba—se dispuso a castigarla.
¿Cómo la tal se atrevía —a hablarle, la deslenguada,
de esta guisa atrevida—audaz y desvergonzada?
tirarle hay de las riendas—retenerla y enseñarla
a comportarse cual debe—una joven de su casta.
—Venid, corred, mis criados,—venid y al punto encerradla
donde ninguno la vea—de donde ninguno salga,
en la torre más oscura—más lúgubre y más apartada
que se encontrare en mis tierras—que en mis dominios 'haiga'.
Y de este modo tan cutre—quedó la su suerte echada,
de aquella joven ingenua—tonta y atolondrada
que pensó que sus amores—a ella sola importaban.
Craso error el de la chica—que así a su padre enfrentaba
sin saber que cambia el tiempo—mas las costumbres no cambian.
Piedad de ella no tendréis—de bronce será vuestra alma
y ninguna de sus súplicas—capaz será de ablandarla.
Si compasión os pidiera—no la escuchéis y negádsela,
a sus palabras falaces—sordos seréis como tapias
de adobe o de perpiaño—granito o de roca blanca,
que todo aquel que se precie—de insensible hará gala.
El que los tenga bien puestos—y tenga lo que hace falta,
no dejará lo conmuevan—de una lagarta las lágrimas.
Si os pidiese de comer,—reíros habéis en sus barbas
para hacerle comprender—que son sus jeremiadas
tiempo perdido e inútil—pólvora gastada en salvas.
Y si os pide de beber—la obligaréis a cerrarla,
para que no le entren moscas—cuando abierta la dejara.
Porque se muera de sed—y sueñe con beber agua.
Y si os pide otra cosa,—os negaréis a escucharla,
oídos sordos haréis—la mandaréis a hacer gárgaras,
como conviene y le cumple—siendo necias las palabras.
Y la encerraron al punto—en una desierta sala
donde no entraba la luz—más que de viernes en pascuas.
Faltaban las claraboyas—tragaluces o ventanas,
siempre estaba en sombra—nunca el fulgor penetraba
de una mala candela—vela, quinqué o una lámpara.
Delgadina se asombró—de una oscuridad tan vasta,
nunca igual la conociera—jamás igual la catara,
que los espacios abiertos—fueran antaño su cámara.
Infortunada doncella—pobre y malaventurada,
merecedora de suerte—bastante menos aciaga.
Dejada sola y a oscuras—a meditar se entregaba,
¿qué puedo hacer, madre mía—para salir bien librada
del aprieto en que me encuentro—en esta lóbrega sala?
Para empezar pido ayuda—a Dios y a su madre santa,
omnipotentes que son—y capaces de arreglarla
la situación más difícil—más ardua y enrevesada,
¡Si ellos se encargan del caso—he de salir bien librada!
Pues el que todo lo puede—puede lo que haga falta.
Así pensaba la joven,—se animaba y consolaba
mientras pasaban las horas—y la ayuda no llegaba.
Y para matar el tiempo—y que no se le hicieran largas,
pensaba en días mejores —cuando tan bien lo pasaba
en compañía del novio—de sus apuros la causa.
—¡Malhaya de los amores—que tales penas nos causan!
mejor viviera soltera—tranquila y sola en mi casa,
tomando el té con mis pares—y sin dar un palo al agua,
que complicarme la vida—con lo que no dura y pasa
en menos tiempo que un gallo—canta de madrugada.
Y en parejos lamentos—las horas se le iban rápidas.
De pronto inundó la celda,—una luz desmesurada
mientras a su alrededor—los ángeles se juntaban
para ofrecerle consuelo—y entregarle la palma
de aquellos pocos que mueren—porque en demasía aman,
Brotara de las paredes—una fuente de agua clara
cuyo rumor lisonjero—el ánimo le calmaba
mientras la mesa bien puesta—justo en mitad de la estancia,
la invita a reconfortarse—y echar al aire una cana.
Obra milagros la fe—mueve ríos y montañas,
pedid y se os dará—Dios y la Virgen no fallan
a quien con fervor les reza,—y en ellos la confianza
sin las menores reservas—deposita y pone a ultranza.
Aquí se acaba la historia—de la moza infortunada.

jueves, 23 de enero de 2020

Romance de doña Sancha


A cazar va el Rey Don Pedro,—ya se va de cacería,
a cazar ciervos y tordos—cosa que más le placía;
nada le gusta al cuitado—como irse de correrías,
disfruta como ninguno—es para él una orgía;
pero para su desgracia—se levantara aquel día
con el pie equivocado—el día aquel no le iba
y el tiro por la culata—inesperado salía;
los perros lleva cansados—y el halcón no volvía
cuando de pronto sintió—se le nublaba la vista,
que le fallaban las piernas—que casi desfallecía.
—Ay, que me muero, se dijo—palpándose las costillas;
no sé que tengo o me pasa—que la sangre se me enfría.
Tranquilo, no te acojones—mantén la mente bien fría
puesto que si te acaloras—el mal empeoraría;
nadie está para ayudarte—échale ‘güevos’ y tira.
Le diera el mal de la muerte,—como a tantos sucedía
en aquel tiempo de atraso—e ignorancia supina,
cuando ninguno una papa—sabía de medicina
y un catarro te curaban—haciéndote una sangría.
Me valgan Dios y los santos—si no me parto de risa.
El caso es que preocupado—para casa se volvía
cuando se encuentra a un pastor—que un rebaño conducía
y que en las horas de asueto—los mensajes transmitía:
—Albricias dadme Don Pedro,— dádmelas por vida mía;
que Doña Sancha parió—un varón como una encina.
—¡En mala hora parió,—cuando su padre moría!
Tras decir estas palabras,—el Rey subió para arriba.
—Haced la cama, mi madre,—hacédmela y daos prisa
que a punto estoy de diñarla—e ir a la fosa fría;
apresuraos señora,—que apenas me queda vida.
No le digáis a mi Sancha,— mi esposa santa y querida,
que me he muerto de repente—sin tiempo de despedidas,
es todavía muy joven—y no lo soportaría;
es delicada y sensible, —el susto la mataría,
y para colmo de cosas—está de recién parida,
está débil y no aguanta—la inesperada noticia;
le ocultaréis el deceso—todo lo que lo permitan
las circunstancias funestas, —en tanto y en la medida
en que hacerlo podáis—sin complicaros la vida;
guardad silencio, os ordeno—no digáis la boca es mía;
no le digáis de mi muerte—antes de cuarenta días,
los que deben preceder—a la misa de parida.
Don Pedro ya se murió—su mujer nada sabía.
Nadie le dijera nada—en la ignorancia vivía,
iba y venía a la compra—todo volvió a la rutina.
Llegara el día de Pascua,—quiere ir ella a la misa
como la ley lo dispone—como la ley anticipa,
Mientras está componiéndose—se oye la algarabía
de las campanas que doblan—que por un muerto tañían.
—Dígame, señora suegra,—qué está pasando en la villa;
a qué viene tanto estruendo—bulla, follón y bolina.
¿Por quién doblan las campanas?—tanto ruido me intriga.
Tanto tocar por los muertos—sólo me da mala espina.
Dadme razón del suceso—es cosa que me fascina.
Decid qué está sucediendo—¿qué me ocultáis, suegra mía?
—Nada te estoy ocultando—eres tú la que deliras.
Son de la iglesia mayor—que nos convocan a misa.
—Oigo que cantan responsos,—¿a quién a enterrar irían?
—Es el día del patrón,—y hay procesión en la villa.
—Aconsejadme, mi suegra,—véisme aquí confundida,
¿qué me conviene ponerme? —¿Qué vestido llevaría?
Es cosa que mucho importa—y que aumenta la autoestima.
—Como eres blanca y delgada,.—lo negro bien te estaría.
—¡Quitad allá, mi señora,—quitad allá, suegra mía,
 que para vestir de luto—bastante tiempo tendría!
No llamaré a la desgracia—jugando con la mentira.
Las doncellas van de luto,—ella de Pascua Florida.
Encontraron a un pastor—que tocaba la ocarina;
—¡Vaya una viuda hermosa;—mírala y qué pulida!
—Diga, diga la mi suegra;—¿ese pastor, qué decía?
—Que caminemos de priesa,—o perderemos la misa.—
A la entrada de la iglesia—toda la gente la mira.
—Dígame usted, D. Melchor,—acláreme el punto y diga
por qué me mira la gente,—como a una aparecida.
—Hay que decírtelo, Sancha—pues de saberse tenía:
Esta misa es de difuntos—por tu marido va dicha,
que se murió de repente—hace hoy cuarenta días.
—¡Ay, triste de mí, cuitada,—y qué engañada vivía!
que en vez de venir de luto,—vengo de recién parida.
¡Desgraciado mi hijo,—en mal hora lo paría!
Que por mi suerte aciaga,—hijo sin padre sería.
¡Malhaya sea mi suegra,—que por mi bien me mentía!
En vez de venir de luto—vengo de recién parida!