Por el
jardín del palacio—se pasea una chavala, vestida
de azul y blanco,—como la moda lo manda, es Catalina,
que un día —con tal nombre la crismaran.
Su padre era un perro moro, —su madre, una renegada; con una vara de mimbre—ambos a dos la azotaban, tanto
si lo merecía—por haber hecho trastadas, como
por puro capricho—y darle la real gana.
—Oh,
padre, no me castigue, —Catalina le imploraba, que soy
cristiana devota—y con Cristo estoy casada; maltratar
a sus esposas—no es cosa que nadie haga; si Él se
lo propusiera—usted las pagara caras.
Subióse
por las paredes—el moro aquel ante el trágala y a escarmentar
se dispuso—a la hija deslenguada.
Para empezar una rueda—de púas toda erizada, mandó se hiciera al instante—para por ella pasarla, y para darle
tormento—y lo que aun se terciara.
Estando
ella en la rueda—medio muerta y acabada, hecha
un pingajo sangriento—y a punto ya de palmarla, hete
que se le aparece—del cielo un ángel que baja, y que le entrega sin trámites—una corona y la palma del martirio, como es fuerza—que con un mártir se haga, y que
la invita a subirse—al cielo sin más tardanza donde
la espera su esposo—que Jesucristo se llama.
Obedeció Catalina—como una buena mandada, sin
decir oste ni moste—ni más pronunciar palabra.
En aquel mismo momento—se desató una borrasca de viento, rayos y truenos—que la mar alborotaban y lanzaban por la borda—los marineros al agua que a
punto ya de ahogarse—a Catalina llamaban, patrona
en cosas del mar—la autoridad la nombrara.
Ella se
presenta al punto—no se hace la remilgada, y como
otro en su lugar—quiere sacar su tajada: —¿Qué me das marinerito—a cambio de lo que haga?
—Mis tres navíos te doy—repletos de oro y de plata, y mi mujer que te sirva—y mi hija por esclava.
—No quiero tus tres navíos—ni tu oro ni tu plata; ni tu mujer que me sirva—ni tu hija por criada: son
cosas que allá en el cielo—donde tengo mi morada, de nada
valen ni importan—ni a nadie sirven de nada; solo quiero que en muriendo—te des a mí en cuerpo y alma, a mi
servicio te pongas—lo que yo te mande hagas.
Ni lo
sueñes, Catalina—por mucho que seas santa, el alma la entrego a Dios—el cuerpo a la fosa ancha, y si me queda algo más—para la Iglesia
sagrada. No me pidas goyerías—por peteneras no salgas, conténtate con lo que tienes—mejor es algo que nada; vuelve al cielo, que es lo tuyo—canta a Dios sus alabanzas, no te metas en honduras—y ni del tiesto te salgas, que cada uno a lo suyo—es lo que cordura manda.
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