miércoles, 22 de enero de 2020

Romance de la aldeana


Érase un lunes cualquiera, temprano por la mañana,
que al lavadero se iba—diligente la aldeana,
una canción en los labios—una sonrisa en la cara,
a comenzar la labor—y para hacer la colada
de la gente del castillo—y lavar su ropa blanca.
Siendo una mujer humilde—era lo que le tocaba,
servir a los poderosos—mostrarse modesta y mansa.
Acabada la tarea,—también se lavó la cara;
le quedó resplandeciente—que nunca igual se mirara.
De lo alto de la almena—el buen Rey la avizoraba
y sin poder resistirse—a quién lo galvanizaba,
directo le había dicho—sin andarse por las ramas
ni detenerse en detalles—ni gastar pólvora en salvas:
—Muchacha de mis amores,—quiero llevarte a mi cama
que estás más buena que el pan—y me han entrado las ganas
de darme un buen revolcón—esta preciosa mañana.
—No lo dudo, señor mío—ni me sorprende o extraña,
más de una vez me lo han dicho—con insistencia que harta;
me sucede con frecuencia—y a menudo me pasa,
que se enamoren de mí—sin que yo entre por nada;
mas un detalle se opone, —no sé si por mi desgracia,
que ya no estoy disponible—puesto que ya estoy casada
y el adulterio prohíben—las leyes que hogaño mandan.
El Dios del cielo no quiera,—ni su madre soberana,
que yo traicione a mi esposo—a quien quiero y que me ama.
Trajera el cuento a la Reina,—una criada chivata,
y convocó ella al Conde—a venir a visitarla.
Le ofreció un banquete—carne y vino en abundancia,
y al levantar los manteles,—le abrió de este modo el alma:
—Matad, conde, a la aldeana;—id, andad y matadla,
puesto que el sueño me quita—y ojo no pego en la cama.
—Perdonadme mi señora—que al instante no os complazca,
mas no lo haré sin motivo—sin saber antes las causas.
¡No la mataré, señora,—si la cosa no se aclara!
—De seguir ella viviendo—seré yo una mal casada,
que a mi esposo le gusta—y yo no puedo hacer nada.
Ante reales razones—no cabe que la testa baja.
Sin decir oste ni moste,—volvióse el Conde a su casa
y a su presencia llamó—a la infeliz aldeana.
—Ven acá, perra traidora,—hoy vas a pagarlas caras
porque le gustas al Rey—y la Reina no lo traga.
Antes de que amanezca—has de morir degollada;
ella me ha dado la orden—y he de cumplir lo que manda.
—Si con razón se lo hiciere,—no hubiera yo de objetarla,
mas si el deseo es injusto—otro gallo le cantara.
Hacer no me dejaré—sin protestar y armarla.
De tres hijas que tenía,—llamara a la mas galana.
—¿Qué quiere usted, madre mía;—qué quiere usted o me manda?
—Quiero, hija querida,—que prepares mi mortaja,
porque por orden del rey,— seré muerta ajusticiada.
Recogerás mi cabeza,—no más entregada el alma,
la pondrás en una fuente—con perejil aliñada,
para al Rey ofrecerla, —para al Rey presentarla.
Sentado el Rey a la mesa,—la niña se presentaba.
—«Dios os salve, mi señor».—«Bien venida, hija galana».
—Os traigo aquí este regalo—que mi madre os enviaba.
¡Qué siente bien a la Reina,—para mí esta ofrenda amarga!
Murió la humilde primero,—y la Reina sin tardanza.
Que a hierro muere, se dice, —aquel que a hierro mata. 
En la mujer son los celos—de doble filo una arma.

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