Érase un
lunes cualquiera, —temprano por la mañana,
que al
lavadero se iba—diligente la aldeana,
una
canción en los labios—una sonrisa en la cara,
a comenzar
la labor—y para hacer la colada
de la gente
del castillo—y lavar su ropa blanca.
Siendo
una mujer humilde—era lo que le tocaba,
servir
a los poderosos—mostrarse modesta y mansa.
Acabada la tarea,—también se lavó la cara;
Acabada la tarea,—también se lavó la cara;
le
quedó resplandeciente—que nunca igual se mirara.
De lo alto de la almena—el buen Rey la avizoraba
De lo alto de la almena—el buen Rey la avizoraba
y sin
poder resistirse—a quién lo galvanizaba,
directo
le había dicho—sin andarse por las ramas
ni
detenerse en detalles—ni gastar pólvora en salvas:
—Muchacha
de mis amores,—quiero llevarte a mi cama
que
estás más buena que el pan—y me han entrado las ganas
de darme
un buen revolcón—esta preciosa mañana.
—No lo
dudo, señor mío—ni me sorprende o extraña,
más de
una vez me lo han dicho—con insistencia que harta;
me
sucede con frecuencia—y a menudo me pasa,
que se
enamoren de mí—sin que yo entre por nada;
mas un
detalle se opone, —no sé si por mi desgracia,
que ya
no estoy disponible—puesto que ya estoy casada
y el
adulterio prohíben—las leyes que hogaño mandan.
El Dios
del cielo no quiera,—ni su madre soberana,
que yo traicione a mi esposo—a quien quiero y que me ama.
Trajera el cuento a la Reina,—una criada chivata,
y convocó ella al Conde—a venir a visitarla.
que yo traicione a mi esposo—a quien quiero y que me ama.
Trajera el cuento a la Reina,—una criada chivata,
y convocó ella al Conde—a venir a visitarla.
Le
ofreció un banquete—carne y vino en abundancia,
y al levantar los manteles,—le abrió de este modo el alma:
y al levantar los manteles,—le abrió de este modo el alma:
—Matad,
conde, a la aldeana;—id, andad y matadla,
puesto
que el sueño me quita—y ojo no pego en la cama.
—Perdonadme
mi señora—que al instante no os complazca,
mas no
lo haré sin motivo—sin saber antes las causas.
¡No la
mataré, señora,—si la cosa no se aclara!
—De
seguir ella viviendo—seré yo una mal casada,
que a
mi esposo le gusta—y yo no puedo hacer nada.
Ante
reales razones—no cabe que la testa baja.
Sin decir oste ni moste,—volvióse el Conde a su casa
Sin decir oste ni moste,—volvióse el Conde a su casa
y a su
presencia llamó—a la infeliz aldeana.
—Ven
acá, perra traidora,—hoy vas a pagarlas caras
porque le
gustas al Rey—y la Reina no lo traga.
Antes de que amanezca—has de morir degollada;
ella me ha dado la orden—y he de cumplir lo que manda.
Antes de que amanezca—has de morir degollada;
ella me ha dado la orden—y he de cumplir lo que manda.
—Si con
razón se lo hiciere,—no hubiera yo de objetarla,
mas si
el deseo es injusto—otro gallo le cantara.
Hacer
no me dejaré—sin protestar y armarla.
De tres hijas que tenía,—llamara a la mas galana.
De tres hijas que tenía,—llamara a la mas galana.
—¿Qué quiere
usted, madre mía;—qué quiere usted o me manda?
—Quiero, hija querida,—que prepares mi mortaja,
porque por orden del rey,— seré muerta ajusticiada.
Recogerás mi cabeza,—no más entregada el alma,
la pondrás en una fuente—con perejil aliñada,
—Quiero, hija querida,—que prepares mi mortaja,
porque por orden del rey,— seré muerta ajusticiada.
Recogerás mi cabeza,—no más entregada el alma,
la pondrás en una fuente—con perejil aliñada,
para al
Rey ofrecerla, —para al Rey presentarla.
Sentado el Rey a la mesa,—la niña se presentaba.
Sentado el Rey a la mesa,—la niña se presentaba.
—«Dios
os salve, mi señor».—«Bien venida, hija galana».
—Os
traigo aquí este regalo—que mi madre os enviaba.
¡Qué siente
bien a la Reina,—para mí esta ofrenda amarga!
Murió la humilde primero,—y la Reina sin tardanza.
Murió la humilde primero,—y la Reina sin tardanza.
En la
mujer son los celos—de doble filo una arma.
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