lunes, 23 de noviembre de 2020

Romance de don Bernaldino

 

Ya piensa don Bernaldino —a su amiga visitar,

a voces llama a sus pajes —de vestir le quieran dar.

Le daban calzas de grana, —borceguís de cordobán,

un jubón rico broslado —como en la corte no hay;

dábanle una rica gorra —que no cabe ponderar

con una letra que dice: —Mi gloria por bien amar.

La riqueza de su manto —no se la puede expresar;

sayo de oro de martillo —que nunca se vio uno igual.

Luego una blanca hacanea —mandó al punto aviar

con quince mozos de espuelas —que lo van a acompañar.

Ocho pajes van con él, —los otros mandó tornar;

de morado y amarillo —es su vestir y calzar,

los colores de su casa —desde anciana antigüedad.

Llegado han a las puertas —do su amiga suele estar;

las hallan todas cerradas, —empiezan a preguntar:

— ¿Dónde está doña Leonor, —la que aquí suele morar?

Le respondió un anciano —que estando en la vecindad

sin otra cosa que hacer —se dedicaba a fisgar:

—Se la han llevado sus padres —al otro lado del mar

por poner tierra por medio —ante vuestra asiduidad.

No soportando que un viejo —viniese lecciones a dar,

allí mismo sin más trámites —ordenó lo ejecutar,

lo que es abuso insufrible —y bien conviene acotar.

Se rasga las vestiduras —presa de enojo y pesar

gira sobre sus talones —y se lo oye bufar

de regreso a su palacio —donde suele reposar.

Mas esta vez el reposo —se le resiste tenaz

de modo que desesperado —no soporta el malestar,

pone una espada a sus pechos —y quiere al fin acabar

con el tormento que siente —dándose un pronto final.

Mas por fortuna un amigo —que lo viene a visitar

y a consolarlo en sus penas —le arranca el arma fatal

de unas manos que tiemblan —y no puede controlar.

Este amigo que aquí digo —empieza a voces dar

porque le acudan y ayuden —en trance tan singular.

El caballero no ha muerto —hoy se lo pudo evitar,

pero son muchos las veces —en que el cuento acaba mal.

Si hubiera tal sido el caso —lo llevaran a enterrar

en un rico monumento —todo de piedra y cristal

en torno al cual se ha puesto —una leyenda ejemplar:

Yace aquí don Bernaldino —que murió por bien amar.

jueves, 20 de febrero de 2020

La misa del amor

Una mañana de junio —el cielo un puro claror,
Mañana del equinoccio —que llaman otros estación
O mañana de san Juan, —justo ha sonado el reloj
Que marcaba el mediodía —y ya se siente el calor,
cuando damas y galanes van a oír misa mayor,
allá va una señorita, entre todas la mejor;
viste un refajo de grana, mantellina tornasol,
y una camisa de seda, bordada en el cabezón.
Sus labios gruesos y rojos son de verdad tentación
Que a besarlos invitan —y a probar su dulzor;
Ya sus mejillas enciende, un tantico el arrebol,
y ha realzado sus ojos —con un toque de alcohol;
así entraba en la iglesia relumbrante como un sol.
Las damas mueren de envidia y los galanes, de amor.
El que cantaba en el coro, en el credo se perdió;
el abad que dice misa, se trabuca en la lección;
el monaguillo no acierta a decir una por dos,
en vez de decir amén, nadie lo saca de ‘amor’.
.

martes, 11 de febrero de 2020

Romance del corona virus de Wuhan

Recientemente se ha visto — un virus nuevo en la China
que ya ha matado a un montón — y los que aún se avecinan.
Se atribuye a un murciélago — esta enorme escabechina,
mas yo me digo intrigado — parece una anomalía
que hayamos siempre vivido — en compañía pacífica
y de pronto sin razón — el tal virus nos transmitan.
¿Por qué lo hacen ahora — cuando antes no lo hacían?
1017 ya han muerto — y 42000 peligran
a causa de esta pandemia — cual de la nada surgida.
La OMS con sede en Roma—pandemia la califica
porque ya ha contagiado—a gente fuera de China.
También le han dado otro nombre, —de Wuhan la neumonía.
Un mercado de mariscos—fue el punto de partida,
la hipótesis más probable—que se maneja hoy en día.
En la dieta de los chinos —se dice que predominan
toda una suerte de especies—aún poco conocidas
quizá agentes del mal—que se nos echa hoy encima.
Sin querer ser mal pensado,—la cosa da mala espina
cuando en cuenta se toma—las alarmantes noticias
que nos llegan de otras fuentes—al parecer anodinas.
Allá por los años sesenta—la Thatcher dicen decía
que se murieran los negros—de África nos convendría
para a la población creciente—de Europa darle cabida.
Ya mucho antes que ella—estando en la Guerra Fría
del Occidente y la Rusia—que en gran peligro ponía
amenazando otra guerra—caliente ésta y destructiva,
lo sugiriera allá en Londres—la figura conocida
de Bertrand Russell inglés;—se descubriese, pedía
un virus que acabase—con la gente en demasía,
entiéndase del Tercer Mundo—que desbocada crecía.
Muy más reciente otro inglés—que el Brexit defendía,
la misma idea apoyaba,—tal remedio proponía
para bajar la población—que aumenta sin medida
y si nadie la contiene—sabe Dios lo que vendría.
A este ritmo actual—dicen las estadísticas,
dentro de muy pocos años—escaseará la comida
porque no habrá suficiente—ante esta desmedida
llegada de nueva gente—a una Tierra finita.
El candidato en los USA— Bernie Sanders, socialista,
ha reprochado a los pobres—la descendencia excesiva
porque no quieren tomar—las medidas preventivas
para evitar embarazos—que tal exceso impidan
de población en naciones—desarrolladas y ricas.
Ante tales precedentes—y lo que ellos implican
es fácil atribuir—lo que sucede en la China
a mano negra perversa—y criminal y maligna.
Pensar que fue intencionada—la plaga que se echa encima
y ha de causar muchas bajas—si alguien no la domina.
No me digáis paranoico—que imagina tonterías,
pues conocéis el refrán:— después de una crecida,
río que en su cauce suena, —lleva agua en demasía.
Y la guerra comercial—entre los USA y la China.
Por ver quien es el más fuerte—y quien el mundo domina.
Dios nos coja confesados,—como el antiguo decía.

lunes, 10 de febrero de 2020

Romance de don García y su esposa

Válgame Nuestra Señora—válgame santa María,
que arriba mora en el cielo—donde todo es alegría;
hoy cayó en poder de moros—la esposa de Don García.
Una caterva de ellos —la lleva presa y cautiva
a donde moran los moros—allá por la Morería.
El marido va en su busca—la quiere intocada y viva
y allí por donde pasa—va recogiendo noticias
de la suerte de su esposa—que llevan presa y cautiva
—Ande mi caballo, ande,—ande de noche y de día,
que vamos hasta el palacio—donde mi madre habita.
Don García es gente noble—también noble es su familia,
de ahí que ocupen palacios—otra cosa no valdría.
En presencia de su madre—así habla Don García:
—¡Qué Dios la guarde, mi madre,—y le dé una buena vida,
ando buscando a mi esposa—que al parecer va perdida.
Allí responde la madre—bien oiréis los que decía:
—Bien venido seas, mi hijo, —al que llaman Don García,
dime en qué puedo ayudarte—de buena gana lo haría.
—Lo que voy a preguntaros—cualquiera respondería:
si habéis visto aquí esta noche—mi esposa Doña María.
—Por aquí pasó esta noche—dos horas antes del día,
vestía de colorado,—¡oh y qué bien iba vestida!
como la que va una fiesta—a darse la buena vida;
cual corresponde a una dama—en buena cuna nacida;
y para añadir detalle—y completar la noticia,
deciros he que portaba—con garbo una chirimía
y la tocaba con arte—que pocos igualarían.
Cada nota que sonaba,—sólo un tema repetía,
he de ponerle los cuernos, —a mi esposo, Don García.
No quiso él escucharla—aquel discurso lo hería,
y enderezando al caballo—se fue por donde venía.
—Ande mi caballo, ande—de noche como de día,
hasta llegar al palacio—en donde habita una prima.
Quizá ella me comprenda—y me dé buenas noticias.
—¡Qué bella sois, oh, qué bella!—¡Qué rozagante y pulida!
¡Nadie con mejor aspecto! —¡Se os ve de maravilla!
—Gracias a Dios, caballero.—¡Me pase mal, no permita!
Mas decidme, primo mío—¿A qué debo la visita?
—Ando buscando a mi esposa—vedla ahí mi pesquisa;
decidme si la habéis visto—si habéis tenido noticia.
—Por aquí pasó esta noche—tres horas antes del día,
toda enlutada y de negro,—que verla daba hasta grima,
tocaba en un instrumento—una triste melodía
que conmoviera a una roca—si una roca la oía;
cada nota que sonaba,—sólo una cosa decía:
¿Nadie habrá que me ayude? —¡Váleme tú, Don García,
esposo mío adorado—que quedas solo en la vida!
—Ande mi caballo, ande—de noche como de día,
que en busca voy de mi esposa—mi compañera querida.
Llegado a mitad de un bosque—hace sonar su bocina
porque aquellos que la oigan—sepan que él se aproxima.
La han oído los moros—que llevan a la cautiva
y que sentados se toman—un tentempié de cecina
porque la cosa se pasa—en las tierras de Castilla
que exquisitez consideran—los que entienden de cocina.
Mientras los moros descansan—allí llega Don García:
—Qué Dios os guarde, muchachos,—moros de la morería;
ando buscando a mi esposa—que buena falta me hacía.
—Sed bienvenido, cristiano—y no tengáis tanta prisa,
tomad las cosas con calma—¡mucho mejor os iría!
Un buen caballo montáis—¡un buen caballo, a fe mía!
—Cierto, mejor no lo hay,—que viene de Andalucía,
una región española—donde excelentes los crían.
Desde Santiago me trae,—desde Santiago camina
a do habitan los moros—y que llaman Morería.
—Vamos nosotros allá,—iremos en compañía.
—Mi caballo es resabiado—de los otros desconfía,
de modo que en una tropa—jamás delante él iría.
—Que eso no os dé cuidado—el remedio es cosa fina,
Nosotros delante iremos—y vos detrás os vendríais.
—Que me place, caballeros—Partamos mientras es de día,
vámonos sin más demora—cuando el sol aún ilumina,
que en el invierno en que estamos—son harto cortos los días.
Ya se pusieron en marcha—ya caminando se iban
cuando al llegar a un regato—les pregunta Don García:
¡Qué haremos en este aprieto? —¿Quién pasará a la cautiva?
—Pasadla vos, el cristiano,—que tenéis fe compartida.
—Es mi caballo muy raro—su rareza es nunca oída,
jamás consiente a sus lomos—mujer de honra perdida.
—Si la trajo de su tierra—intacta la tiene y viva.
Si la perdió por acaso—nadie ayudarla podría.
Oyendo esto el esposo—se hace con la cautiva,
en su caballo la monta—y huyen a toda prisa.
Sube las cuestas, veloz,—ni un rayo lo alcanzaría:
y por las cuestas abajo—eso, ya ni se diga.
—Alegraos, oh, mi esposa,—ya llegamos a Castilla,
estáis a salvo y segura—todo va de maravilla;
atrás se quedan los moros—que os llevaban cautiva.
—Adiós, adiós el cornudo,—el cornudo Don García:
esa mujer va preñada—de cuantos moros había,
le gritaban frustrados—los que engañado había.
Puede que de este romance—fuera el protagonista,
un cierto Garci Fernández—que fue Conde de Castilla
y que figura en las crónicas—por sus conyugales cuitas.
Cosas que hoy no suceden, —mas sucedieron un día.
Os lo juro por mis muertos—y sobre la santa Biblia.
El que no quiera creerlo—es su problema, no mía.

domingo, 9 de febrero de 2020

Romance del Conde Olinos

¡Conde Olinos, Conde Olinos—es niño y pasó la mar!
Levantóse el Conde Olinos—un día al alborear
para llevar su caballo—a beber y a pastar:
Mientras el caballo bebe—él se pusiera a cantar:
—Bebe, bebe, mi caballo;—¡Qué Dios te libre del mal;
de los vientos desatados—y los vaivenes del mar!
Oyólo la Reina mora,—desde la altura en que está
y queriendo meter baza—se puso a despotricar:
—Escuchad, mis hijas todas;—las que dormís, acordad, 
venid a oír la sirena—que canta en el hondo mar.
Respondió la más pequeña,—(¡mas le valiera callar!)
—¡Qué sirena ni ocho cuartos! —Conviéneos despabilar,
aquello no es la sirena,—ni tampoco su cantar;
es en cambio el Conde Olindos,—que a los montes va a cazar.
La mora, aquella salida—no la pudo soportar
y llamando a sus criados—esto les hizo escuchar:
—Sirvientes míos, sirvientes,—los que me coméis el pan, 
salid en busca del Conde,—que a mis tierras va a cazar.
Al que me lo traiga vivo,—un potosí le he de dar;
el que me lo traiga muerto—con la Infanta he de casar:
muerto o vivo quien lo traiga,—su peso en oro tendrá.
Allá se van los sirvientes,—quieren el premio ganar,
cielos y tierra revuelven—no lo pueden encontrar,
que se ha echado a dormir—debajo de un olivar.
—¿Qué hacéis aquí, Conde Olinos?—¿Qué habéis venido a buscar?
En hora mala salisteis—esta mañana a cazar
porque nos han ordenado—con vuestra vida acabar.
Allí veréis aquel Conde—de esta manera exclamar:
—¡A mí, mi espada gloriosa—a mí, mi espada leal;
que de muchas me libraste,—desta no me has de fallar:
y si desta me librares,—te pongo en un pedestal
para que todo el que pase—pueda tu temple admirar!
Por la gracia de Dios Padre,—comenzó la espada a hablar:
—Si los tus brazos meneas—cual los sueles menear,
yo haré trizas a los moros—cual cuchillo corta el pan.
—¡Caballo mío, caballo;—bestia que no tiene par,
que de tantas me libraste,—tampoco hoy fallarás!
Por la gracia de Dios Padre,—comenzó el caballo a hablar:
—Si me das sopas en vino—y no olvidas me almohazar
todas las tardes del año—cuando vuelvas de cazar,
ten por cierto que estos moros—no me podrán alcanzar;
correré más que los vientos—cuando sopla un huracán.
El medio día llegado,—no halló con quien pelear,
que ya acabara con todos—no quedaba nadie más,
si no era un perro moro—al que no pudo matar.
Allí llegó una paloma,—volando a todo volar
que se posó en una rama—y así comenzó a hablar:
—Sois un bravo caballero—uno que no tiene igual;
vengo por orden del Rey—conmigo a te llevar.
Ya que no queda más que uno,—de rositas no se irá;
despachadlo, dadle muerte,—que nos podamos marchar.
La paloma era una infanta—disfrazada de animal;
recobró su ser al punto—y se pusieron a andar.
Por el campo ya van juntos —amartelados se van,
si no fuera que la mora—no lo pudo soportar
y ordenó a sus sirvientes—con ellos dos acabar:
del uno nació un olivo,—de la otra un olivar:
cuando soplaban los vientos,—se podían acercar
y decirse mil ternezas—y su amor se susurrar.
Mas la Reina que los vio,—también los mandó cortar:
del uno nació una fuente,—y de la otra un caudal.
Los que tienen mal de amores—allí se van a bañar.
Cuando la Reina los tuvo—se quiso igualmente mojar.
—Corre fuente, mana fuente—y no dejes de manar
que en tus aguas milagrosas—remedio busco a mi mal.
Allí hablara la fuente—ved aquí su razonar:
—Era yo el Conde Olinos,—tú me mandaste matar;
cuando era bosque de olivos,—tú me mandaste cortar;
ahora que soy la fuente—y has de mí necesidad,
quiero que pagues tu error—de ti me quiero vengar:
he de correr para todos—para ti me he de secar.
¡Conde Olinos, Conde Olinos,—es niño y pasó la mar!

sábado, 8 de febrero de 2020

Romance del filósofo Espinoza


Era una vez un sujeto—que Espinoza se llamaba,
curioso, inquisitivo—que falsedad no tragaba
y que por vocación—a veces filosofaba,
Sus padres eran judíos—que en España habitaban;
pero los Reyes Católicos—ya conquistada Granada
quisieron hacer limpieza—étnica ora la llaman,
y saber qué religión—los súbditos practicaban;
seguían a Constantino, —una creencia, una patria
bajo un solo dirigente;—la paz así aseguraba
en el imperio romano—que a la sazón declinaba.
De modo que consecuentes—limpios de polvo y paja,
queriendo sus territorios—que península llamaban,
a moros y a los judíos—de la nación expulsaban.
Primero en Portugal—paz y refugio buscaban
pero de nuevo expulsados—se trasladaron a Francia
Tampoco allí los quisieron—de modo que para Holanda
al final se trasladaron—y hallaron por fin la calma.
Ser un judío no era—en época tal atrasada,
cosa que conviniera—ni cosa recomendada.
Se lo educó en un colegio—que judíos regentaban
donde la Torá aprendió—y lo demás que enseñaban.
Pero era listo aquel joven—y ya muy pronto pensaba
que toda aquella doctrina—era cuento y era fábula,
así que se rebeló—contra sus maestros carcas,
que no admitían la crítica—de lo enseñado en el aula.
O aceptas lo que decimos—o te declaramos ‘raca’
que es lo mismo que maldito—en lengua judía franca.
¿Cómo el joven se atrevía—a oponerse a la manada?
Había que llamarlo al orden—forzarlo a que tragara
tales ruedas de molino—con que todos comulgaban.
Para empezar lo expulsaron—de aquella Academia santa,
fuera anatema, dijeron—maldito quien lo frecuentara.
Lo condenaron a muerte—pero era un tío con ‘chamba’
que en todas las ocasiones—de sus trampas se zafaba.
¡Quién conociera una suerte—así de bien regulada!
No toleró aquel mancebo—imposiciones ni trágalas
en contra de su albedrío—y, de aprender, las sus ganas.
Dios o Naturaleza—el hombre aquel cogitaba,
y sus correligionarios—tal pensar no perdonaban.
¿Cómo osa este blasfemo—darnos lecciones de nada,
y por su cuenta pensar—indiferente al que manda?
Publicaron pues un bando—que su figura execraba.
Mas él seguía a lo suyo—del burro no se apeaba,
que Deus sive natura—de decir no se cansaba,
y de su extraña manía—nadie apartarlo lograba.
Hartos de aquella locura—en que el sujeto ‘teimaba’,
(teimar: en gallego, emperrarse, no dar su brazo a torcer).
determinaron joderlo—poniendo a precio su estampa;
mas, qué si quieres, morena—todo servía de nada;
impertérrito seguía—lo que razón le dictaba
hasta que un día cansado—de dar la murga y tabarra
a quienes empecinados—atención no le prestaban,
buscó refugio en Suiza—do benignos se mostraban
ante lo que con ardor—por doquiera predicaba;
más con algunas reservas:—que la fe no peligrara;
el calvinismo que entonces—en la nación imperaba.
Harto de peros y límites—y de que no lo dejaran
a su albedrío pensar—lo que le diera la gana,
mandó a todos a la porra—y se encerró en su casa
sin publicar una letra—mientras vida le quedara.
Torre de marfil magnífica,—soledad aristocrática.
Se murió a media edad—la tisis lo devastara.
Quizá fue, la oposición,—de su dolencia la causa.
¡Cuánto costara a aquel hombre—tener en sí confianza,
estar seguro de sí—pese a las circunstancias!
Pese a las adversidades—que así lo contrariaban.
No es una cosa tan fácil—como quizá se pensara.

jueves, 6 de febrero de 2020

Romance del Brexit


A punto de dar las cuatro —de esta tarde de abril,
me puse a darle vueltas —y vueltas en el magín
a la cuestión hoy candente —del Reino Unido el Brexit.
¿Por qué le ha dado al británico—por responder con un ‘sí’
a una cuestión tan compleja —como la de decidir
si en la UE quedarse—o de la UE salir?
Sin saber las consecuencias—si la respuesta era un’sí’.
Que fueron manipulados—es obvio, cabe decir;
que los llevaron al huerto—tirados de la nariz,
Eso nadie lo discute—ni el más tonto o cerril.
Les pasaron por los morros—el ‘derecho a decidir’
Igual que los catalanes—quieren a España escindir.
Con ese capote rojo—se los llevó al redil.
¡Qué derecho ni derecho! —¡Es un engaño, infeliz!
¿Es que acaso no lo notas—que te quieren oprimir?
Si abandonas la UE—serás más libre y feliz
Que no lo eres ahora—antes de este Brexit.
te dijeron los que mandan—para burlarse de tí.
Los inmigrantes te quitan—el pan con el que vivir
y los puestos de trabajo—serán menos para ti.
Oh, argumentos falaces—que no podrán corregir
los males de que padece—esta sociedad civil
y cuyas causas remotas—están muy lejos de aquí.
En puridad se reducen—a la actitud mercantil
de las nuevas sociedades—que hoy nos toca vivir.
Caro lo habréis de pagar—los que votásteis el ‘sí’,
Que nada cambia veréis—y bajará vuestro PIB.
Cuando caigáis en la cuenta—será tarde el repentir.
Hay en el UK una clase—una clase directriz,
Que os domina y maneja—a su querer y sentir.
Siempre han mandado ellos—y siempre será así.
De una parte los pobres—de otra parte los ‘rich’.
Con una brecha profunda—que no podéis reducir
porque el sistema es quien manda—sin poderlo discutir.
Cuanto más grande la tarta—más migajas para tí.
Te dicen esos hipócritas—sin una ceja batir.
Por otro lado los otros—también se mofan de ti
Diciéndote agoreros—lo mucho que vas a sufrir
Si se imponen los que quieren—de la UE salir.
Para alarmar al que vaca—indiferente al Brexit
Sin que le importe una mierda—ese maldito Brexit
Sin que le importe un comino—una iota ni un pelín,
Ese aderezo a la moda—de platos hoy de postín
Atentos pues a la Historia—si no queréis repetir
Los errores cometidos—antes de este Brexit.
Se dice que la Gran Guerra—fue una especie de Brexit,
Un contubernio maligno—de esa malvada ‘elite’
Que un peligro veía—en el triunfal resurgir
de la Alemania de entonces—para el imperio ‘british’.
Los que a la sazón mandaban—entre ellos Roberts Cecil
Armaron una conjura—para tal triunfo impedir
Y con arteras celadas—la llevaron a incurrir
En la catástrofe aquella—para jamás repetir.
Aquel conjurado dijera:—No podemos permitir
que nadie le haga sombra—a nuestro imperio british.
Y fomentó la masacre—que a todos hizo gemir.


Romance del Conde Flor


A cazar sale el Rey moro,—ya sale de cacería
una mañana de agosto—antes de romper el día,
como hacía el Gato Pardo—en su Sicilia nativa
cuando al noble reemplazaba—la naciente burguesía;
lo ha contado Lampedusa—con singular maestría
en obra imperecedera, —en obra perenne y viva.
Se lo encargara la mora,—que le trajera una cautiva
mejor si hija de Condes—o de Reyes de Castilla;
quién a buen árbol se arrima, buena sombra lo cobija,
dice el refrán castellano—sin que no lo contradigan.
Hallaron al Conde Flor,—de vuelta de romería
a San. Salvador de Oviedo—y Santiago de Galicia;
en el trayecto al sepulcro—lo ha acompañado su hija
que de él no se separa—y va adonde él le diga.
Los moros, sin más razones,—le exigen que se rinda,
pues lo superan en número—por una gran mayoría,
a lo cual él se niega—pues ni por pienso lo haría.
—Sea como lo quieres—le dice aquella partida
de desalmados guerreros—con la mayor sangre fría,
y sin más contemplaciones—le quitan allí la vida,
ya la cabeza le cortan—y en un pozo la metían,
porque nadie la encontrara—ni de ella diera noticia,
mientras con piedras del campo—lo que quedaba cubrían.
En tanto que maniatan—a la infortunada hija
y allí mismo, sin más trámite, —de su libertad la privan,
que así suele suceder—sin solución a la vista,
a quién por su mala suerte —le toque ser ya la víctima.
La meten en un navío—rumbo a la morería
y ya salen a la mar,—lo hacen a toda prisa
porque el hierro hay que mallarlo—mientras al rojo brilla.
La mora, desque lo supo—salió alegre a recibirla,
montada en caballo blanco,—y regiamente vestida,
que es florón de los nobles—mostrar en todo cortesía.
La llevaron a palacio,—lloraba a lágrima viva
porque es duro nacer libre—y de pronto ser cautiva.
Encinta estaba la mora—la esclava encinta venía;
y lo quiso Dios del cielo—ambas parieron un día
en que los buenos augurios—fortuna y paz predecían..
La partera era una bruja,—malvada hada madrina,
y atendiendo a su provecho, —por pedir al Moro albricias,
usando de malas mañas—cambió niño por niña;
entregó el niño a la Mora—y la niña a la cautiva.
La reina mora contenta,—levantóse al otro día:
la cristiana, acongojada—a los veinte aún no podía.
—Levántate, tú, la cristiana;—ve a bautizar a esa niña,
como mandan tus creencias—y te impone la doctrina.
Respondióle la cristiana—bien oiréis lo que decía:
—¡Con lágrimas de los ojos—la bautizo cada día!
respondióle ella al momento—sin olvidar una sílaba;
si estuviera en mi tierra—eso es justo lo que haría
y le pondría el nombre—de una hermana que tenía
allá lejos en mi tierra, —en la remota Castilla;
se llamaba Blanca Flor,—igual que una margarita;
pero un día infortunado—en que a solas recogía
las hierbas para lavarse—de san Juan la mañanita,
cayó en manos de moros—que la llevaron cautiva
a do viven los paganos—a tierras de morería.
—Diga, diga, ¿esa tu hermana,—diga, que señas tenía?
 —Tenía en el lado diestro—una verruga maligna,
 y su pelo rubio y largo—hasta los pies la cubría
como según se nos cuenta—cubría a lady Godiva,
la esposa legendaria—de un reino por allá arriba
en donde reinan las brumas—y vivieron los druidas.
 —Por esas señas, cristiana,—¡Eres tú la hermana mía!
Le echó los brazos al cuello,—llorando cual poseída,
que tales cosas suceden—muy raramente en la vida.
—Vete a la iglesia cercana—hoy transformada en mezquita,
y por tu propia mano,—bautiza pronto a esa niña,
porque de no hacerlo así—al limbo ya la destinas
no sea que se nos muera—lo que del cielo la priva
y la condena a quedarse—en el limbo mientras viva.
Respondióle la cristiana:—¡Dudo que el rito valdría,
porque renegar me hicieron—de mi madre y mi madrina,
de la leche que he mamado—y de la santa María!
—Yo te daré barco de oro,—trinquete de plata fina,
y siete moros mancebos—que te lleven a Castilla:
y si con esto no basta—iré en tu compañía.
—Haríamos mala pareja—oh mi hermana querida,
porque yo soy renegada—y tú mora convencida;
yo renegué con la boca—de corazón no lo hacía.