Ya piensa don Bernaldino —a su amiga visitar,
a voces llama a sus pajes —de vestir le quieran dar.
Le daban calzas de grana, —borceguís de cordobán,
un jubón rico broslado —como en la corte no hay;
dábanle una rica gorra —que no cabe ponderar
con una letra que dice: —Mi gloria por bien amar.
La riqueza de su manto —no se la puede expresar;
sayo de oro de martillo —que nunca se vio uno igual.
Luego una blanca hacanea —mandó al punto aviar
con quince mozos de espuelas —que lo van a acompañar.
Ocho pajes van con él, —los otros mandó tornar;
de morado y amarillo —es su vestir y calzar,
los colores de su casa —desde anciana antigüedad.
Llegado han a las puertas —do su amiga suele estar;
las hallan todas cerradas, —empiezan a preguntar:
— ¿Dónde está doña Leonor, —la que aquí suele morar?
Le respondió un anciano —que estando en la vecindad
sin otra cosa que hacer —se dedicaba a fisgar:
—Se la han llevado sus padres —al otro lado del mar
por poner tierra por medio —ante vuestra asiduidad.
No soportando que un viejo —viniese lecciones a dar,
allí mismo sin más trámites —ordenó lo ejecutar,
lo que es abuso insufrible —y bien conviene acotar.
Se rasga las vestiduras —presa de enojo y pesar
gira sobre sus talones —y se lo oye bufar
de regreso a su palacio —donde suele reposar.
Mas esta vez el reposo —se le resiste tenaz
de modo que desesperado —no soporta el malestar,
pone una espada a sus pechos —y quiere al fin acabar
con el tormento que siente —dándose un pronto final.
Mas por fortuna un amigo —que lo viene a visitar
y a consolarlo en sus penas —le arranca el arma fatal
de unas manos que tiemblan —y no puede controlar.
Este amigo que aquí digo —empieza a voces dar
porque le acudan y ayuden —en trance tan singular.
El caballero no ha muerto —hoy se lo pudo evitar,
pero son muchos las veces —en que el cuento acaba mal.
Si hubiera tal sido el caso —lo llevaran a enterrar
en un rico monumento —todo de piedra y cristal
en torno al cual se ha puesto —una leyenda ejemplar:
Yace aquí don Bernaldino —que murió por bien amar.
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