Ayer he visto en YouTube el
documental del historiador francés Alain Decaux acerca de una mujer del siglo
XVII, la marquesa de Brinvilliers. Marie Madeleine Marguerite d'Aubray envenenó
a su padre, a sus dos hermanos y a su doncella. Y pensó en hacerlo también con su
hermana y su cuñada. A los 5 años se masturbaba, se lo habían enseñado, a los 6
la habían desvirgado y a los 10 la violó su hermano mayor. A los 17 sabía leer
y escribir correctamente, lo que era rarísimo en una mujer de aquel tiempo, y a
los 21 se la casó con Antoine Gobelin de Brinvilliers, que pronto la dejó por
otra. Tuvo varios amantes y se enamoró de Godin de Sainte-Croix, capitán de
caballería, para disgusto del padre, que no quería una hija adúltera en la
familia. Para probar la eficacia del veneno, acudía a los hospitales y
envenenaba a los pacientes. Después de darle tormento, la decapitaron y
quemaron sus restos. Era el siglo del Rey Sol. Lo que me ha llamado la atención fue el hecho
de que cuando estaba en el que podríamos llamar corredor de la muerte de
aquella época, la visitaba un capellán que la incitaba a reconocerse culpable y
arrepentirse. Una y otra vez le preguntaba ¿te sientes culpable de los
horribles crímenes que has cometido? Y ella una y otra vez le respondía
¿culpable? No ¿por qué? Pero él no cedía y a fuerza de insistir ella acabó reconociendo
que era poco menos que un monstruo. Y esto me trajo a la memoria otros casos
parecidos. Hace ya algún tiempo el cineasta Claude Lanzmann retrató en los seis
episodios de SHOAH lo que fue vivir en la Alemania de Hitler y como el
protagonista va cambiando lentamente desde su posición inicial de admirador
decidido del régimen hasta la de la aceptación y reconocimiento de que aquello
era un horror. En uno de los episodios el entrevistador habla con el jefe de
una de las estaciones por donde pasaban los trenes que iban a Auschwitz y le
pregunta si él sabía qué estaba sucediendo y si se reconocía culpable de haber
dado paso libre a los convoyes. Como el hombre se escabullera y evitara
responder directamente a la pregunta, el otro insistía e insistía hasta hacerle
decir disculpándose ¿y qué podía yo hacer? Si me hubiera opuesto, me hubieran
mandado a mí al campo. La película The reader refleja un caso más. Terminada la
II guerra mundial una mujer es llevada a juicio por haber participado en el
asesinato de la población de una aldea. Los SS habían encerrado a hombres,
mujeres y niños en una iglesia y la habían incendiado. También los que la
acusan pasan por alto otras circunstancias y una y otra vez le preguntan si no
se siente culpable de la masacre, a lo que ella responde con evasivas hasta que
la obligan a disculparse. Finalmente se suicida en la celda. Y aun más. También
terminada la guerra entrevistan a una mujer que había participado en la defensa
de Stalingrado y cuando ella dice al periodista que los soldados rusos ocultos
en las ruinas estaban al acecho de algún soldado alemán que se descuidara para
abatirlo de un balazo como a un conejo, él le pregunta ¿y qué sentía usted?
¿Sentía usted compasión? A lo que ella responde ¡qué va! nada de compasión ni
piedad, al contrario, orgullo y satisfacción. Y como él insistiera y le hablara
de aquellos pobres jóvenes que morían allí ante sus ojos lejos de sus hogares,
ella le responde al fin ¡nadie les pidió que vinieran, nosotros no los
llamamos! Lo que tienen de común estos casos y me ha sorprendido es ese empeño
a todas luces intencionado de los jueces, cineastas o periodistas en llevar a
los entrevistados a entonar el mea culpa cuando está a la vista que no pudieron
hacer otra cosa que lo que hicieron pues fueron simples peones de un juego que
otros jugaban. Me hacen pensar que hay algo escondido, que hay como un acuerdo
en hacerlo así y no de otra manera, lo que, si tal es el caso, no llego a
comprender.
No hay comentarios:
Publicar un comentario